A partir de la noche del martes el diablo, con su diabólica cohorte de fuego y humo, dio rienda suelta a su furia en las valiosas sierras de Calasparra y Cieza.

Pero el diablo no actuó solo. Con toda probabilidad algún indeseable empuñó su tea y encendió dos focos, distantes varios kilómetros, que terminaron por extender la miseria por una amplia zona caracterizada por su valor ecológico. Quién sabe qué tipo de negros sentimientos albergan los individuos capaces de hacer tal cosa, qué alma previamente carbonizada disfruta o se beneficia arrasando lo que en esencia es de todos, qué malnacido —y no valen las hipotéticas disculpas siquiátricas— gusta de esa desolación, de aquellas llamas, de este olor a madera quemada, del tétrico crepitar del monte quemándose. Busquen a ese tipo.

Entre lo más triste del incendio de Calasparra y Cieza está el valor paisajístico y ecológico de las zonas quemadas y el hecho de que La Sierra del Molino había casi alcanzado su recuperación tras el anterior incendio que sufrió hace veinte años.

Entre lo más alegre del incendio —que también hay que registrar lo positivo— está la gran capacidad de trabajo, el enorme esfuerzo y compromiso de los equipos forestales, la unidad militar de emergencia y los bomberos que consiguieron que el fuego no alcanzara otras zonas privilegiadas como el Cañón de Almadenes o la Sierra del Oro. Y también es positivo ver como toda la población de los municipios afectados, con sus alcaldes como portavoces, sufre por la desgracia, reconociendo de esa manera el bien colectivo que supone el monte y la importancia que tiene para nuestras vidas.

Porque, en general, nos acordamos del monte sólo cuando se quema, por su espectacularidad y por su dureza. Pero realmente el monte nos importa poco: es ´una cosa´ que queda ahí, como a trasmano, en donde aún viven unos cuantos señores antiguos con boina y hay casas rurales para pasar el fin de semana oyendo a los grillos y tapándonos con sábanas incluso en verano.

Los incendios, o al menos los efectos más dañinos de los grandes sucesos, vienen derivados precisamente por el alejamiento de las personas del monte. La causa concreta importa a la larga menos: el desaprensivo, la barbacoa, el rastrojo, el cigarro, el rayo... El hecho más radical es que cuando vivíamos en conexión con el monte importaba más y estaba mejor cuidado. Sus habitantes servían de inmediatos vigías y actuantes, el leñeo limpiaba rutinariamente los restos que ahora ni todos los presupuestos públicos podrían abordar, los paisajes en mosaico con cultivos actuaban de cortafuegos, los caminos estaban accesibles porque eran necesarios para la propia gente...

Sirve de poco consuelo recordar que, al menos en el mediterráneo, los incendios forestales han sido un propio mecanismo de la naturaleza para su automantenimiento, excepto cuando modernamente son tan virulentos, tan amplios en hectáreas o tan recurrentes en la misma zona

Frente al abandono de la inmensa mayoría del territorio rural es virtualmente imposible aplicar suficientes dineros públicos para mantener tal cantidad de extensión de monte o para imponer medidas preventivas que de verdad sean eficaces. Por supuesto que se puede paliar el problema y se puede trabajar sobre este asunto, pero hay que reconocer que por sí solo el meritorio trabajo de los técnicos forestales no podrá corregir el caldo de cultivo para los incendios que el abandono territorial provoca en las zonas que no tienen la ´fortuna´, a estos efectos, de constituir modernos entornos urbanos. Los cambios de usos de suelo, el abandono no ya de las prácticas tradicionales sino incluso del propio medio rural como hábitat humano, generan la yesca para que luego los desaprensivos, los despistados, los especuladores o los desequilibrados, provoquen con una simple cerilla una alarma que nos rompe el corazón y nos empobrece en nuestros paisajes y nuestra naturaleza acompañante.