Ando en los últimos tiempos con algunas biografías y diarios de los escritores de principios de siglo XX. Y todas ellas tienen un lugar común: la miseria, la misma que agudamente captara Juan Manuel de Prada en Las máscaras del héroe, ese libro cárcel en donde encerró a perpetuidad a muchos escritores de pelos tan largos como sus muchas carencias. Dificultades tremendas para sacar adelante a su familia -más grandes si contaba con larga prole-, cambios constantes de domicilio por no poder pagar el alquiler de la vivienda -nunca jamás se les asocia a propiedades ni a casa fija- desahucios continuos, viajes continuos de aquí para allá para poder recibir unas monedas en conferencias de pago -la mayor parte de ellos las impartían sin cobrar un duro-, peticiones constantes y agobiantes de dinero a los editores que se convierten a la larga -lo fueran o no- en los auténticos verdugos de unas gentes tocadas por la pobreza y las urgencias continuas salvo cuando -y no deja de ser una constante- se encuentran en las manos un mazo de billetes que se apresuran a despilfarrarlo sin escrúpulo de ninguna naturaleza. Entonces, generosos y abiertos de pecho, lo desparraman a manos llenas, sea bebiendo fino y exquisito champán, comprando décimos de lotería para tentar a la suerte, algunos, los menos, pagando las cuentas pendientes, los fiados que se decían.

Y estas rémoras se cebaban no sólo en los bohemios puros y duros, aquellos que son capaces de las grandes fiestas y juergas y de los grandes versos y de los muchos ruidos, sino en otros tímidos y sencillos como Gabriel Miró, humilde y silencioso, quien dos días antes de morir, solicitaba con modestia doscientas pesetas para poder dar de comer a sus dos hijas pequeñas y las pedía a su editor rogándole que se las concediera en virtud de las probables ganancias futuras con la edición de las obras del rubio alicantino, cosa que nunca había sucedido. Y no entraría en las repetidas y constantes cartas del otro ilustre Azorín a Juan de la Cierva pidiéndole por activa y pasiva que lo hiciera diputado conservador -él que había sido anarquista- porque carecía de recursos para abastecer despensa.

Pase uno por donde pase, sea al principio del siglo o al final, fuera en la República o en las dos dictaduras que ennegrecieron el panorama, advertimos que los artistas españoles -y no sólo me refiero a los literatos- las pasaron canutas, con serias dificultades para poder sobrevivir en un pueblo no excesivamente caritativo con sus genios. Fuera porque no se lee, porque las ediciones de los maestros no se agotaban nunca -Baroja debía esperar diez años para sacar adelante una de mil libros- los grandes escritores como Valle Inclán, pasaban hambre y laceraban a sus familiares. Incluso filósofos como Unamuno, con plaza de rector y oposición de catedrático, se veía obligado a hacer bolos por pueblos y ciudades -Cartagena bien le recuerda- para poder sacar adelante a su larga prole. Parece que siempre han ido parejos la pobreza con el escritor, la hambruna con las artes, la libertad de espíritu con la pesadez de las cargas familiares.

¿Sigue ocurriendo lo mismo en la actualidad? ¿Perviven los mismos caracteres una vez que el nuevo siglo ha comenzado? Pues para empezar puedo decir que han cambiado muchas cosas, aunque algunas persisten y se arrastran, como las cadenas, de años atrás. Para empezar puedo decir que ya no asociamos a los escritores con los brillos y lentejuelas de la libertad ni con las sombras de las necesidades. Ahora no malviven en cafés ni se pasan el día despotricando en las tertulias de antaño; ahora los vemos trabajando en centros educativos, ejerciendo la abogacía, aferrados al empleo administrativo o cultural, esperando en todo caso la fecha en que sea posible desligarse de tales lastres para poder dedicarse en plenitud al mundo del arte. El sueño de todos ellos es poder disponer del tiempo para acompañar a las musas, dejar vagar la imaginación para no ocuparse de los vulgares enredos que la vida exige. Y cuando pueden, si las cosas van de proa, hasta se solicitan excedencias para entregarse a la tarea divina de la creación. Y si antes, durante el franquismo, había cuatro o cinco -Gala, Cela entre ellos- que podían vivir con modestia de su pluma, el volumen ha aumentado hasta alcanzar una buena treintena, algunos con tan solo haber escrito una buena novela histórica o una novela de intriga. Hay otros muchos que, sin ostentación, van recogiendo migajas para poder comérselas en los años posteriores y ya se asiste a aquella oscura frontera en la que se pasaba -tal como le ocurrió a don José Zorrilla, el del Tenorio, que se encumbró como genio de los genios y acabó -Murcia fue asimismo testigo- en puro mendigo.

Hace tiempo que no se trata la sociología de la literatura, hace tiempo que se han escapado aquellos gritos estridentes de los bohemios españoles y de los que padecían persecución por dedicarse a las nobles artes. ¿volveremos a oír ayes, quejidos y quebrantos ahora que la crisis se ceba en nuestros espíritus con tanta insistencia o por el contrario será ella misma la que alimente a nuestros escritores porque nos refugiaremos en los libros, algo más baratos que la tribuna de un Madrid Barcelona?