La Opinión de Murcia

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Obituario

Un orfebre del tiempo, un 'artista de culto'

"Cuidaba que su superioridad intelectual no apabullara, esa bala la guardaba para enemigos reales"

José Luis Cacho (centro), de joven

En 1980, año en el que llegué a Murcia, los artistas emergentes generaban pocas simpatías entre los veteranos y mucho menos entre las instituciones. El desprecio no se disimulaba. Uno de los primeros actos a los que asistí de puntillas fue a una asamblea de la asociación de artistas, por entonces muy politizada. Allí estaba toda la generación a la que la Transición cogió luchando por sobrevivir. Esa manada de lobos derrochaba poca generosidad y mucho menos hacia jóvenes cachorros que todavía no había pasado las pruebas iniciación. Llegué con sigilo, me senté al fondo del auditorio y atónito presencié lo que sin duda podía acabar muy mal. Gritos, insultos y amenazas entre los asistentes. Una reyerta donde cada uno defendía su pequeña parcela a bocados. De pronto, entre aquel galimatías se abrió paso una extraña presencia que consiguió silenciar la jauría. Era evidente que aquel enjuto personaje tenía un poder natural para convertir la rabia particular en una causa general. Un líder nato, de eso no había duda. Aquel hombre pausado que fumaba con la elegancia de Oscar Wilde sentado en el filo de la mesa de conferencias, dirigía la trayectoria del humo hacia el techo mientras esgrimía ideas políticas o filosóficas que enlazaba con total naturalidad, sin un ápice de pedantería. No pretendía afiliar a nadie a su ideario, pero su tono sereno, su fina ironía y sus silencios creaban un territorio donde la inteligencia era la única herramienta posible para entrar en liza. Pregunté a uno de los asistentes quién era aquel hombre y sorprendido por mi desconocimiento me dijo: ¡José Luis Cacho!

Por aquellas fechas había un antro mítico en la Plaza de la Cruz llamado La Puerta del Pozo donde se daban cita artistas, músicos y mucho desclasado. Se fumaba y se bebía compulsivamente hasta la madrugada mientras algunos ‘maestros’ disertaban sentados en torno a una mesa sobre arte, política o excesos de la vida. Cacho era uno de ellos, allí su tono era más lúdico, pero no menos inteligente. Un día sin esperarlo, me miró y me dijo: «He visto algunos cuadros tuyos en la galería Zero, tienes cosas que aprender pero esta noche puedes sentarte a la mesa». Hoy puede sonar paternal, pero en aquel contexto me dio un vuelco el corazón y sentí que me había tocado la lotería. 

Cacho empatizaba frecuentemente con quien no era nadie, un artista joven, un camarero, un perro. Nunca se medía porque no lo necesitaba. Cuidaba que su superioridad intelectual no apabullara, esa bala la guardaba para enemigos reales. Estoy convencido de que su ironía de apariencia pedestre (siempre ingeniosa) era un atenuante para no parecer demasiado brillante. Alguien le preguntó una vez qué edad tenía y él contestó lacónicamente: «Eso no se sabe muy bien». Poseía una lucidez austera, casi franciscana.

No fue un artista extenso en obra, pero sentía la creación con profundidad, sin virtuosismos ni aspavientos. Su sensibilidad asceta (casi oriental) entendía el tiempo como un factor esencial para dar forma a la obra, un factor que debía sustituir al autor llegado el momento. Cacho aspiraba a una obra que no pareciera hecha por nadie y casi lo consigue. Digo casi, porque si estas delante de un ‘cacho’ no necesitas ver la firma. Era un exquisito degustador de texturas, sabía de su capacidad simbólica y creó sus últimas piezas depositando sedimentos sobre arpilleras naturales. Una herencia directa su maestro Gómez Cano. Pacense de nacimiento como Zurbarán -al que admiraba profundamente-, hablaba con enamoramiento de los drapeados blancos de los cartujos pintados por el maestro. Siempre tuve la sensación de que entre esos panes y túnicas estaban sus fuentes primigenias de inspiración. Estos junto a la geometría y la semiótica fueron los campos principales de interés en su goteo creativo.  

Cacho fue admirado y querido por sus colegas y amigos. Había conseguido ese curioso estatus de ‘artista de culto’ gracias a una leyenda de autenticidad, anacrónica en el actual sistema del arte. Un seductor, aparentemente involuntario, que manejaba el tiempo con la finura y paciencia de un orfebre. Tenía una insólita precisión a la hora de analizar cualquier obra de arte, así como una gracia perversa cuando no le interesaba. Hace unos años tuvo una antológica en el Museo de Bellas Artes de Murcia donde se pretendió hacer balance de su delicada trayectoria, sin mucho acierto, desde mi punto de vista. 

Hablé con él la última vez por teléfono y su voz era débil, pero entre sus palabras casi ininteligibles seguía percibiendo un pensamiento lúcido, lleno de verdades. Los que lo conocimos tendremos siempre frescos sus ojos afilados sobre una sonrisa franca, un tanto condescendiente. Sobre todo su ternura y unos silencios tan elocuentes como los espacios vacíos de su pintura. José Luis Cacho era un dandy irredento hasta en los momentos más precarios y ahora que no podemos gozarlo, como señal de respeto deberíamos volver a mirar su obra usando el mismo tiempo que el tardó en realizarla. Eso sería lo suyo.

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