La Opinión de Murcia

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Obituario

Muere José Luis Cacho, el discreto maestro de artistas

Falleció este martes a los 77 años en el Hospital Morales Meseguer de Murcia, tierra que le acogió hace años cuando llegó de su Extremadura natal

José Luis Cacho Gloria Nicolás

El pintor que no pintaba. Decía José Belmonte Serrano cuando inauguró su Retrospectiva en el Mubam -corría el año 2013- que en cincuenta años de trayectoria, el enigmático pintor apenas habría realizado trescientas obras; la mayoría de ellas, conservadas hoy en manos privadas y, por tanto, difíciles de encontrar en museos y galerías.

A los 77 años ha fallecido este martes en una cama del Morales Meseguer el pintor extremeño -aunque afincado en Murcia desde hace años- José Luis Cacho, un tipo, ante todo, discreto. Sin embargo, tan alargada y acogedora era su sombra que el artista nunca pasó todo lo desapercibido que a él, parece, le hubiera gustado. ’Y eso que lo intentó. Porque era «un pintor que no pinta», decía en una de sus columnas Ángel Montiel; al veterano periodista de LA OPINIÓN no le faltaba razón... Cuando con motivo de sus cincuenta años en el arte el Mubam le dedicó en 2013 una imponente retrospectiva -después de veinte sin exponer-, su comisario, el catedrático José Belmonte Serrano aseguraba que seguramente Cacho no hubiera pintado más de trescientos cuadros en toda su vida; una cifra insignificante para un hombre que se dedicó en cuerpo y alma a la pintura, que nunca dejó de crear.

Pero es que para él pintar no era solo coger un pincel. «No se pinta solo con la brocha en la mano -explicaba el artista durante en una entrevista con Julia Albaladejo durante la presentación de la citada muestra-, la pintura es un método de conocimiento y comunicación y también se trabaja mirando, buscando... Luego se establece un diálogo con la propia obra, un diálogo a veces fluido pero otras difícil, porque la obra se enfada contigo si, por ejemplo, le hablas mal. Entonces la dejas, que esta mejor sin ti, hasta que vuelves a tener una amistad», explicaba Cacho, al que no le urgía terminar una pieza; mucho menos, una serie o montar una exposición. «Hago lo que creo que debo hacer en cada momento -decía-, y siempre pinto lo que quiero». Por ello, si de algo reconocía sentirse orgulloso es de no haberse ‘vendido’ nunca, ni siquiera cuando utilizó su arte para sobrevivir (como cuando pintó retratos en las calles de París): «Si lo hacía era para conseguir lo imprescindible para ir a la taberna», apuntaba con sorna.

Sin embargo, «a fuerza de no querer ser el pintor que estaba obligado a ser» -añadía Montiel en el citado artículo- acabó siendo «más grande que si se hubiera empeñado en serlo». Porque, al final, Cacho, cabeza visible de toda una generación -la de la galería Yerba-, acabó portando ese aura de pintor maldito, casi legendario, de aquellos que están pero no, de quienes lo tuvieron todo (el talento, el reconocimiento) para lograr éxito y fama, pero que, por querer ser libres, vivieron el arte a su manera, relegados para el gran público a la condición de ‘maestros de artistas’. Sí, Cacho era uno de ellos, aunque no se sintiera como tal: «Yo la verdad es que me encuentro muy normal, no noto nada por dentro», bromeaba cuando se le preguntaba por esa mística que siempre le acompañó. 

Porque su obra era escasa -y principalmente conservada en manos privadas, con limitadísima presencia en los museos de la Región-, pero «exquisita», matizaba su compañero -y galerista y crítico de arte- Juan Bautista Sanz en otro texto publicado en estas páginas. «Breve, única, transparente, al borde de lo mágico, delicada al tiempo que soberbia en su concepto de madurez masculina, sin ambigüedades en la temperatura del artista», concretaba. Y, también, de una gran variedad, pues abarcaba desde los paisajes y desnudos de sus primeros años a la abstracción de su última época (conocida), pasando la magnética sobriedad y sencillez con la que, por ejemplo, dio forma sobre un lienzo a la Catedral de Murcia con poco más que unos círculos. Y es que él explicaba que, con los años, había ido reduciendo su paleta hasta lo esencial, «transmitiendo el máximo con la mayor economía de medios, despojando a la obra de todo adorno», escribía Albaladejo. Era parte de su filosofía, artística y vital (pues eran la misma cosa).

De hecho, si por algo más será recordado Cacho es precisamente por su discurso. Hombre eminentemente político -y abiertamente de izquierdas; incluso, militante-, conquistaba por su sabiduría. Era el más intelectual de los pintores murcianos, un «poeta y filósofo del arte» -que decía el catálogo de la Retrospectiva del Museo de Bellas Artes-, pero también de la vida; un referente prácticamente inalcanzable para sus coetáneos ni como artista ni como pensador. Así, al menos, lo consideraban quienes le conocieron, quienes crecieron entre pinceles agraciados con su amistad. Y aquello, por supuesto, no ayudaba a su actitud mediáticamente (o públicamente) esquiva. Porque por mucho que no expusiera y que apenas creara, por mucho que José Luis Cacho fuera para maldito, acabó -como decía Ángel Montiel- devenido en canónico.

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