Obituario

Adiós en Lorca a Francisco Javier Sánchez Pacios, ‘Chavi’

Diez sacerdotes oficiaban la misa de corpore insepulto en una abarrotada iglesia de San Mateo

Juan Antonio Molina Pardo, Felio Ruiz Munuera, Francisco Javier Sánchez Pacios 'Chavi' y José Miguel Gimeno Martínez, bajo el Pico Midi dÓssau, en los Pirineos franceses.

Juan Antonio Molina Pardo, Felio Ruiz Munuera, Francisco Javier Sánchez Pacios 'Chavi' y José Miguel Gimeno Martínez, bajo el Pico Midi dÓssau, en los Pirineos franceses. / L. O.

José Miguel Gimeno Martínez

Este viernes se celebró una misa funeral en San Mateo. La mayor iglesia de Lorca se encontraba a reventar. Cientos de familiares, amigos y conocidos atestaban bancos y pasillos, y aún muchos, se tuvieron que quedar en la puerta.

La misa fue concelebrada por diez sacerdotes, duró casi hora y media y allí no se movió ni un átomo. Las caras de los asistentes alternaban entre las sonrisas y las lágrimas, mientras las cercanas palabras de la homilía se te anudaban a la garganta o te asaltaba un recuerdo cotidiano.

De entre los que asistieron a tal evento, no había ni tan solo uno que lo hiciera por compromiso, y su grado de afectación era puro y proporcional a su cercanía con el fallecido, Francisco Javier Sánchez Pacios, ‘Chavi’, y su familia.

Sin embargo, ‘Chavi’ no era presidente de nada, ni se dedicaba a la función pública, ni era un deportista famoso… Yo creo que ni siquiera había salido alguna vez en prensa. Pero, ¿quién era este tío? ¿Qué hacía toda aquella gente allí?

El pequeño hombre que yacía en su caja a ras de suelo era tan solo una persona que despertaba envidia; esa envidia natural y tan humana que nos hace desear aquello que no tenemos, aspirar a lo mejor y que, solo a veces, nos impulsa a progresar.

Envidia de un chaval libre que decidió casarse joven y tener un montón de hijos cuando la norma dictaba cobardía. Envidia de un corazón generoso, que alojaba inmigrantes en su casa y que crio como propia a una niña de esas a las que la sociedad cierra sus puertas en la cara.

Envidia de un espíritu humilde y profundo, refugiado en Cristo y en sus hermanos, y valiente como para mirar desafiante a la muerte y esperarla sin miedo. Envidia de un carácter jovial y alegre -burlón hasta en la enfermedad-, que atraía a las gentes como las polillas van a la luz. Una luz que atrapaba, que a veces servía de guía y otras de desagradable espejo en el que mirábamos nuestras imperfecciones.

No era un santo, no os creáis que era una máquina perfecta, ni mucho menos, pero es que, en su casa, noche a noche, le hacían el oportuno mantenimiento preventivo y le quitaban rápido la tontería. Eso ayudaba. Y es que él era tan solo la cara visible en un equipo de dos.

Su legado son sus obras, sus hijos y su influencia sobre tanta, tanta gente a la que ha ayudado a mejorar como personas. Aquel pequeño hombre que yacía sin vida en su caja a ras de suelo fue un gran hombre, un hombre completo que nos inspirará por siempre. El próximo viernes, 30, a las ocho de la tarde, se celebrará una misa en su recuerdo, en su querida parroquia de San Mateo.