¡Menuda tanda de despistes!

PASEO MALDITO

PASEO MALDITO

Alquibla

Encuentro fortuito

Merodeando por el pueblo y de forma sorpresiva me encuentro con mi íntimo amigo de la infancia, José Antonio Saorín Rojo ‘el Lirones’. Ahora, en horas bajas, después de que su alma gemela, Paco ‘el Zocato’, nos dejara a todos para siempre. Y me lo encuentro de tal guisa: bastante regordete él, como de ordinario, con los pantalones medio abajo y la correa suelta, que me recuerda un poco a su progenitor, ‘Joseico de Simeón’. El paisano que le sacaba el mayor partido del mundo a una simple copica de anís mañanera, y si era con un buen dulce, mejor... Así, que le hice saber esta contingencia personal, y esta fue su respuesta: «A quien me voy a parecer, sino a mi padre, a Dios gracias». Y esta cantinela me trae a la memoria la figura entrañable de ‘Antoñico de la Modesta’ (también conocido como ‘el Follones’), que un día, estando yo sentado en el portal de mi casa (sita en la calle de Santiago, número 16) me dice, como el que ha descubierto el Mediterráneo: «¿A qué no sabes quién vivía aquí? ¡El Tío Celestino!». Y en lugar de salirle por peteneras, como hiciera ‘el Farinas’ en ocasión memorable, le repliqué con sorna, espetándole: «Y me lo vas a decir a mí, que era mi padre. ¡No me jodas!».

Encuentro fortuito

Encuentro fortuito / Javier Miñano Palazón

Dormir en el mismo colchón

El pasado 22 de agosto, conocedor de mi delicado estado de salud, pasa a saludarme a casa mi amigo de toda la vida, Gabriel Guillamón Garrido, camino de la Iglesia para oír la misa de 12. Aunque un poco tarde, porque se le ha olvidado la ‘máscara’ y ha tenido que volver a recogerla, con la contrariedad consiguiente. Y por interceder, o decir algo, le indico que eso mismo le pasa a mi mujer todos los santos días, como si fuese un fatum irremediable, y siempre llega a destiempo; pero con excesiva demora o tardanza … Qué distinto a lo que me pasa a mí (y eso que somos los dos Virgo), que, aunque caigan rayos y centellas, siempre llego a la hora exacta, con la misma precisión que si fuese un reloj suizo. Y nunca jamás falto a una cita, aunque se hunda el mundo, que así me va… Como le ocurriera al famoso Filias Fog, interpretado por David Niven en la famosa película La vuelta al mundo en 80 días, basada en la obra homónima de Julio Verne. Para que luego digan, que los que duermen en el mismo colchón son de la misma opinión ¡Y una mierda…!

Arroz y conejo

Dos paisanos nuestros, padre e hijo, del Campo de Ricote, un buen día, muy lluvioso, tras dura brega mañanera, deciden comerse una excelente paella de arroz y conejo. Y, mientras tanto, en el transcurso de la comilona, el vástago observa como su progenitor tiene en su lado de la sartén la mayor parte de los trozos de carne y los más sustanciosos de este prolífico roedor. Y para poner el debido equilibrio en este desaguisado culinario, ni corto ni perezoso, muy astutamente le comenta (como si fuese un repentino arranque de amor filial, pero dándole la coba): «Papá, si cualquier día alguien te atacara o se metiera contigo, yo le retorcería el pescuezo…» Ocasión que aprovechó, para darle media vuelta al recipiente, a la rustidera, y ponerse más a su vera lo mejorcito del repertorio y lo más sabroso; como diciéndose para sí, «¡trágame!». Y el pater familia, que no era tonto (aunque fuese más bruto que un arado), viendo la jugada de su retoño, muy hábilmente le replicó: «Tú no seas tonto, no te metas en líos, y deja el mundo tal como está…», trayéndose de nuevo hacia su lado las pitanzas más atrayentes y apetitosas como podrían ser: el brazuelo, el muslo, el hígado, la cabeza con sus sesicos correspondientes, el rabo (o el ‘escuchapeos’, que decía mi suegra, que todo es cuestión de gustos) etc. Todos ellos, bocados exquisitos y apreciados por los buenos gourmet, como auténticos bocatti di cardinali o tetica de monja… Y así, una y otra vez, hasta que el tiempo escampe. O lo que es lo mismo, ad eternum…

Arroz y conejo

Arroz y conejo / Javier Miñano Palazón

La muerte acaba con tó

Me ha causado enorme tristeza la muerte de Bernardo Pantoja, pero tanto o más todavía la boda quebradiza o de mentirijillas de este con ‘la Junco’. Que le ha venido a la familia muy bien mientras le limpiaba el culo y otras inmundicias, pero ‘muerto el perro, se acabó la rabia’. Japonesita y todo y sin entender de español un pimiento, se va a quedar la pobrecita sin ningún derecho, porque los allegados más cercanos, en tropel, le han apuntado a la yugular y la van a dejar en mantillas, si antes no emigra al país del Sol Naciente. Pero si esto se ‘conlleva’, como algo irremediable, no es digerible, se mire como se mire los ‘encimarios’, como en las partidas del tute. Pero sobre todo uno, tontolaba y gilipichi, pegado como una lapa a la cámara, protagonista de toda la filmación, que lo quitan del medio, ipso facto, o me transformo en el Ángel Exterminador. Y si no yo mismo acabo con él, sin más remedio, en un periquete. Con lo fácil que sería, es un suponer, que Kilo mismo, sobrino de la víctima, le pegase un ‘cabezazo’ a modo, a tenor del meloncio que porta, y lo mandase al otro mundo. Y si no, al menos, que lo aparten, por favor, del corrillo mediático; porque esto no se puede aguantar… Cuyo crimen quedaría impune, con tantos atenuantes, ahora que los tribunales de justicia, imbuidos por la Ley del ‘Sí es sí’ han bajado la guardia y están haciendo saldos a cascoporro. ¡No sé lo que pensarán ustedes!

La muerte acaba con tó

La muerte acaba con tó / Javier Miñano Palazón

Despiste diplomático

El pasado día 29 de noviembre, día de San Saturnino, después de comprar mis periódicos de la jornada en mi lugar habitual en Murcia, me ocurrió una cosa muy curiosa. Tras subir por la rampa de acceso para tomar el ascensor, muy alicaído y con mi ‘andador’ en ristre, de viejo y achacoso. Pero, en esta ocasión, aquejado por un catarro otoñal de campanillas. O, tal vez peor, de una flurona, mezcla de covid y gripe, cometí un error monumental que me ha dejado turulato. Mientras bajaba el armatoste echo la vista hacia abajo y compruebo cómo una chica joven, y de muy buen aspecto, se miraba complaciente en el cristal de la puerta de entrada al edificio, al tiempo que se acicalaba el pelo y pintaba ligeramente los labios con un gesto muy coqueto. Pero, en lugar de seguir su camino, como cabía esperar, me percato que abre la puerta, tan campante, sube el pequeño tramo de escaleras y se pone a mi altura para esperar el susodicho ‘sube y baja’. Pensando para mis adentros: «debe ser una nueva inquilina, o quizá, algún familiar del 4º izquierda, que acaban de vender». (Pero no, los hechos evidencian lo contrario). Pausa que aprovechamos para hablar del tiempo o de cualquier otra minucia socorrida que ahora no recuerdo. Pero el caso es que, entre las opciones que cabían en mi mano, me decanté por abrirle la puerta, muy cortésmente, y ofrecerle que subiese ella sola, como así fue. Con no pocas protestas por su parte, invitándome a que lo hiciéramos los dos juntos, (aunque fuésemos muy apretados), con mi cacharro incluido. Y me pareció advertir en su mirada, no sé por qué, que la medida adoptada no le resultaba la más correcta. Desde aquel día no he vuelto a verle el pelo, que se dice. Y mientras tanto aquí me tienen, rumiando mis desdichas por si no di un buen paso o perdí la oportunidad de mi vida. O son, simplemente, tontunas de un viejo chocho que está pidiendo a gritos que lo encierren o está viendo visiones por todos lados; ¡que va a ser lo más seguro…!

Piernas

En cierta ocasión, hace muchísimo tiempo, una chica de la localidad (M.M.S), de vida muy recatada y costumbres muy estrictas, se hace novia de un mozo del pueblo (P.M.R). Enterado de esta circunstancia un lugareño, muy ‘metete’, (P.L.G., también con la misma inicial del nombre que aquél, y que vivía en La Rambla, para más señas) le confiesa a la joven en cuestión lo siguiente: «Me he enterado que te has hecho novia de fulanito de tal, y me parece un buen zagal, pero, para mí, que las piernas le flojean un poco…»

Lo curioso del caso es que el noviete de marras (que para mí que se le adelantó), resultó ser a la postre un caminante de largo recorrido, un auténtico ‘tragamillas’. Cuando entonces se iba a patica a todas partes o, lo que se decía en el lenguaje popular, «en el coche de San Fernando; unas veces a pie y otras andando». Y el fisgón, por el contrario, para su desgracia, pagó cara su osadía utilizando la garrota muy prematuramente para poder moverse, por una u otra pepla, llámese reúma o artrósis, o cualquier otro alifafe, pero siempre medio cojo. Y es más, hasta el final de sus días hubo que llevarlo casi a rastras, para tirar ‘palante’. ¡Ironías de la vida!

Paseo maldito

Hay días que parece que tiene uno la suerte de espaldas. Como me ocurrió a mí en Murcia el día 25 de marzo, domingo para más señas, del año 2007 (¡que échale hilo a la birlocha!), que desde que salí de casa hasta que regresé, después de un largo paseo (que parece que me había caído la china o picado la moscarda), me fue de mal en peor. Unas pinceladas muy gráficas lo evidencian claramente. Nada más iniciar el periplo desde el barrio de San Antón, un grupo de mozalbetes solicitan mi firma de adhesión, para un escrito reivindicativo de corte claramente izquierdista (a mí precisamente, que soy de derechas de toda la vida); más allá, un chico joven con aire astroso y desaseado me pide seis euros, nada menos, para coger un autobús en la estación de San Andrés, que le caía muy cerca, para transportarlo a Lorca; cerca de San Nicolás, un mendigo me requiere una limosna, casi me la exige, para comprar pan, pero con un cartón de vino en la mano y tambaleándose; en San Pedro, tres gitanicas pretenden venderme unas servilletas para limpiar el parabrisas del coche, pero si me descuido me roban la cartera… Y así hasta llegar al Palacio de Justicia en la calle Ronda de Garay, que, harto de tanta interrupción que me rompe el ritmo de la marcha, me siento tranquilamente en un banco de un jardín próximo para apurar, si me dejan, mi clásico puro (Guajiro Breva) que me fumo ordinariamente cada tarde, como corresponde a mi condición de pequeño burgués, aunque sea de medio pelo.

Al poco rato aparece en escena una drogadicta, con aire muy sospechoso y ebria hasta las cejas que merodea a mi alrededor temiéndome lo peor, pero que afortunadamente pasa de largo. Pero se ve que se lo piensa mejor y al poco tiempo vuelve sobre sus pasos. Antes de que llegue a mi altura, con el canguelo en el cuerpo por si me pincha con la aguja infectada, disimuladamente salgo volando hacia la acera, pero me adivina la intención, diciéndome: «Buen hombre, no tenga usted tanto miedo, ¡que no me lo voy a comer!, solo le pido, por favor, que me de usted lo que pueda…, que ya ve la pinta que tengo». Y yo, un tiarrón como un templo, pero muy nervioso por las circunstancias, le contesto: «Ya, ya lo veo, lo siento muchísimo, pero no llevo nada encima», saliendo de estampida hacia la calzada por si me persigue para continuar la caminata. Por fin recalo nuevamente en el jardín contiguo a la Vieja Condomina, casi al pie de la estatua del Obispo Frutos (y muy cerca de la erigida recientemente en honor del torero cartagenero Ortega Cano), con la esperanza de que esta vez nadie me moleste, pero que si quieres arroz Catalina. En esta ocasión, tres mujeres iluminadas, de mediana y larga edad, componentes de un grupo neocatecumenal, o de los legionarios de Cristo Rey, según creo recordar, de una parroquia próxima (la línea más ortodoxa y ultramontana de la Iglesia), me abordan o me ‘asaltan’, más bien, para contarme su vida y ya de paso hacerme reflexionar sobre las mezquindades de este mundo y las esperanzas confiadas en el Más Allá. En un momento, precisamente, en que estaba yo muy rebotado con el Todopoderoso por la muerte precipitada de mi mejor amigo y un ser humano excepcional, que me tenía postrado en el fondo del abismo, y cuya dolorosa circunstancia no acababa de comprender.

Paseo maldito

Paseo maldito / Javier Miñano Palazón

Una de ellas, resumiendo la perorata, madre de ocho hijos y harta de aguantar a su suegra (¡dímelo a mi!), pero que llevaba la situación, de por sí difícil, muy resignadamente; la otra, con sólo cinco pero cuyo padre se suicidó muy prematuramente, siendo ella una niña y muy afligida desde entonces y con mil carencias afectivas que aún le duran, cuyas secuelas no acaban de cicatrizar. Ya digo, un ‘cuadro’ tenebroso, que te ponía los pelos de punta. Y la última, la mayor de ellas y la que más daño moral me hizo, que como aquella canción ‘el partido de fútbol’, de María de los Ángeles Rodríguez Fernández ‘Gelu’, tan famosa (que hizo furor en el año 1963) que pasaba la tarde del domingo sola porque su marido se iba al fútbol («por qué, por qué, los domingos, por el fútbol me abandonas…», ¿se acuerdan?). Pero que ésta, para más inri, se trataba de un esposo, palomista empedernido que, con tal de ver ‘la suelta’, o sus palomos celosos en la ‘pica’ (por los que perdía los vientos) no se acordaba de que debía volver a casa, mientras ella, pobretica, la tenía triste y sola. De todo lo cual se vengaba ahora, poniendo a su media naranja y a su deporte favorito, a caer de un burro. Y viene a lamentarse a mí, precisamente, que soy uno de los mayores aficionados de este mundo a la colombicultura y que, entre otras múltiples prestaciones a la especialidad, tengo dos libros escritos sobre el tema ¡Ya lo que faltaba!. Vamos, que no las mandé a las tres carcundias a freir puñetas por respeto, pero a punto estuve. Es decir, que no solo violan tu intimidad, impidiéndote contar musarañas si es mi gusto, sino que encina van y te insultan. Estoy, estoy, que trino… «¡me cagüen la madre del tren y la tía trenera!», que decía mi padre…

Por si me parecía poco el atropello, después de salir de esta encrucijada, a la altura de Centrofama, un trotamundos con la mochila cargada hasta los topes que parece que llevaba el Arca de Noé a cuestas (leyendo una novela del Oeste y a punto de saltarse los sesos), me pregunta por el paradero de Jesús Abandonado. Bueno, y así con cortes de parecido sesgo, siguiendo la ruta, hasta llegar a la Iglesia del ‘padre Joseíco’, mi lugar de retorno. Y que, para aprovechar la tarde ¡que remedio!, deportivamente hablando, en lugar de coger el ascensor, a patica, me subí andando los seis pisos hasta llegar a mi casa, (a tiempo justo para ver el programa ‘1 contra 100’, presentado por Juan y Medio, donde mi mujer me recibió de uñas, preguntándome que por qué había tardado tanto en dar mi clásico borneo. Cualquiera se lo cuenta, para que encima me coja celos. ¡Que esa es otra!

Esperemos pues, que cuando nos vayamos de este mundo, que Dios quiera sea lo más tarde posible (aunque sólo sea como premio a la misión pastoral de las tres amigas de marras), encuentre allí la llamada ‘paz del cementerio’. Porque si no, ¡apaga y vámonos!