Reportaje

El efecto Matilda: Hermanas Sorolla

Helena Sorolla.

Helena Sorolla. / L. O.

Pronto comenzarán los actos en conmemoración del primer centenario del fallecimiento del maestro Joaquín Sorolla, conocido como el pintor de la luz, de ese mar eterno y blancos infinitos, y aunque las mujeres siempre fueron grandes protagonistas de su trabajo –pescadoras, trabajadoras del campo, damas de la alta sociedad, madres, jóvenes o ancianas, tratadas desde una visión de respeto y admiración–, pocos recordarán que sus dos hijas también fueron artistas. Helena y María, y su único hijo, Joaquín, crecieron viendo cómo el arte formaba parte de sus vidas, desarrollando aptitudes artísticas de manera casi natural.

Con una mentalidad muy abierta y de ideas liberales, el padre las envió a estudiar a la Institución Libre de Enseñanza, centro privado que impartía sus enseñanzas al margen de las doctrinas oficiales, y, por tanto, desde un enfoque ajeno a cualquier tipo de dogma político, religioso o moral. Creía en la educación de las mujeres en igualdad, muy distinta a la habitual impartida en colegios religiosos femeninos. Salir a pintar al aire libre, el conocimiento de diferentes idiomas, clases mixtas y un marcado interés por la cultura –siempre desde un enfoque totalmente humanista cuyo fin era sobre todo enseñar a pensar y a reflexionar– fueron la base de su aprendizaje.

María Sorolla era la mayor, y aunque recibió su formación pictórica de la mano de su padre y se empapó de ese ambiente artístico-intelectual que rodeaba a la familia –su madre, Clotilde, también era una mujer muy culta–, es la que menos producción tuvo porque no llegó a dar el salto hacia una profesionalización de su arte. Su padre no solo le enseñó los secretos de la pintura, sino que habitualmente visitaba los estudios de los discípulos del maestro valenciano y lo acompañaba en algunos de sus viajes, en 1909 fueron juntos a Estados Unidos con motivo de una exposición en la Hispanic Society donde aprovechó para pintar al aire libre escenas urbanas en los jardines y parques de la ciudad. 

Los estragos de una tuberculosis que sufrió durante la juventud provocaron que su salud siempre fuera muy delicada, de hecho fue durante su covalencia en El Pardo cuando empezó a pintar de manera mucho más intensa, incluso su padre al ver uno de aquellos apuntes se percató de aquel cambio y, con lágrimas en los ojos, se emocionó al descubrir que «María había visto el color».

En 1916 se casa con Francisco Pons Arnau, que también era pintor, además de discípulo de Sorolla, esto sumado a su fragilidad física hizo que poco a poco abandonara la pintura para dedicarse a su familia.

Joaquin Sorolla y su hija María en 1907.

Joaquin Sorolla y su hija María en 1907. / L. O.

En el caso de la hermana pequeña, Helena, el final fue también similar, aunque ella sí disfrutó de un reconocimiento por su trabajo. De carácter curioso, le interesaba la música, el cine, el teatro y en general todo aquello relacionado con la evolución tecnológica. Fue la más moderna de la familia, no solo por su forma de vestir, ciertamente bohemia –llevaba incluso pantalones–, sino también porque pronto se dejó seducir por la escultura, una disciplina más bien extraña para una mujer. Se cree que con tan solo dieciséis años ya estudiaba con el escultor Mariano Benlliure, gran amigo de la familia, y poco después con José Capuz, de los que aprendió a esculpir y modelar del natural con todo tipo de materiales como barro, mármol, bronce y madera, que también policromaba. Esa formación alejada de las estrictas reglas oficiales le permitieron estudiar la anatomía haciendo alarde de ello con piezas centradas en la figura femenina de cuerpo entero, con un lenguaje de líneas clásicas, de movimientos sosegados, elegantes y en perfecta armonía.

Aunque su trayectoria fue muy corta, apenas diez años, de 1916 a 1926, participó en diversas exposiciones y la crítica siempre alabó la gran calidad técnica de su trabajo, y sobre todo el gran realismo con el que conseguía captar el interior del retratado así como los rasgos físicos de sus modelos.

Ambas hermanas pudieron exponer juntas en varias ocasiones, como en la primera muestra de arte femenino realizada en el famoso Lyceum Club de Madrid, donde no solo alabaron su dominio, sino que llegaron a vender varias piezas. Su padre siempre alentó y animó a sus hijas a seguir aprendiendo, y muy atento a los logros de Helena y María escribió a su mujer en una ocasión: «Dile a las chicas que me alegra que las dos trabajen mucho pues ahora es el momento de aprender».

En 1922 Helena Sorolla contrae matrimonio con el ingeniero de caminos Victoriano Lorente, dejando a un lado su faceta de artista para dedicarse completamente a su familia –los continuos movimientos familiares provocados por el trabajo de su marido tampoco ayudaron–, y en muy contadas ocasiones volvió al estudio para realizar algún retrato familiar como los bustos que hizo de cada uno de sus siete hijos.

Tanto una como otra entendían el arte desde el sentimiento, tal y como les enseñó su padre, como una necesidad de sacar aquello que surgía de manera natural desde lo más profundo, no existe en las hermanas Sorolla una preocupación por acumular una cierta cantidad de obras o tener una producción continuada, su único estimulo siempre fue el arte en sí mismo, por eso son muy pocas las obras que se conservan de ellas, muchas en manos particulares y otras afortunadamente compartiendo espacio con las de Joaquín en el Museo Sorolla gracias a las donaciones de sus herederos.