El mismo año de su trágico fallecimiento Stefan Zweig publicó La novela de ajedrez. Escrita en Brasil, está tan cerca del momento fatal de su muerte, que no podemos ignorarla. Durante una travesía en un barco que cubre la ruta de Nueva York a Buenos Aires, se organiza un campeonato de ajedrez para combatir el aburrimiento. A bordo viaja Mirko Czentovic, un ajedrecista de fama mundial, del que se dice que jamás ha perdido una partida. Poco o nada dotado para la conversación, tampoco es capaz de ninguna abstracción de índole espiritual. Solo era bueno en lo frío, en lo positivo, en lo más absolutamente lógico. En realidad tenía algo de pionero, pues era un mensajero que anunciaba una nueva era, la del triunfo de la razón técnica y de la ausencia de empatía en las relaciones humanas. De manera natural en su vida Czentovic llegó al ajedrez; aunque como consecuencia de su cortedad de miras, tenía que fijar la vista constantemente en el tablero, necesitaba contacto directo con lo material. Por lo demás ganaba sin esfuerzo, era un autómata, apto sólo para resolver problemas ajedrecísticos.

En el navío viajaba un magnate del petróleo llamado McConnor, fiel exponente del poder de las relaciones económicas; uno de aquellos hombres idólatras del dinero, sin escrúpulos, altamente competitivos y que desean el triunfo a cualquier costa. Es él quien, irritado por no haber podido vencer al célebre ajedrecista, improvisa un torneo dotado por un premio a sus expensas, entre Czentovic y un misterioso rival, alguien que había asistido como espectador a una partida grupal del pasaje contra el famoso campeón, y que había dado valiosos consejos que condujeron a las tablas. Excitado por el ansia de dinero y por satisfacer su deseo de revancha, el ajedrecista decide batirse contra el desconocido pasajero, el enigmático Dr. B.

Este hombre, según confiesa al innominado narrador con quien establece un vínculo de confianza, había sido prisionero de la Gestapo y duramente interrogado por ellos. La forma de castigo consistía en la reclusión y aislamiento del sujeto sospechoso en un entorno controlado, en este caso, la habitación de un hotel. Los estímulos o información del exterior estaban rigurosamente prohibidos, ni libros, ni periódicos ni conversaciones, con el objetivo de quebrar la psique del sujeto y lograr sus confesión. Pero el Dr. B., víctima completamente inocente de un sistema político criminal, no tenía nada que confesar, y puede que se hubiera quitado la vida de no ser gracias a un libro de ajedrez olvidado que había logrado esconder. Durante su cautiverio memorizó todas las partidas, las recreó en su memoria con innumerables variantes y finalmente jugó contra sí mismo. Se salvó porque se recluyó en su mundo interior, un mundo formado por un tablero de cuadrados blancos y negros.

Su salvación le había llevado, sin embargo, a las puertas de la locura. El Dr. B. había sufrido una herida terrible que ni siquiera sus torturadores imaginaban. Sufría lo que llamaba envenenamiento de ajedrez. Su mente debía alejarse a cualquier precio de los tableros o volvería a una frenética carrera sin fin de combinaciones y jugadas que colapsaría su cerebro, que destrozaría sus nervios. Tal cosa es lo que hubiera sucedido sin la intervención del narrador, que logra apartarlo de la competición cuando ya había empezado a dar muestras de desequilibrio, y por tanto, sin haber logrado derrotar al gélido Czentovic, tan inteligente como estrecho de miras.

Zweig parece haberse proyectado a sí mismo en el Dr. B., porque al igual que él, tiene el alma maltrecha, y aunque había salido aparentemente ileso de su querida Europa, llevaba en el corazón una herida que había de ser mortal. Dejaba atrás, prófugo del totalitarismo, un mundo que ya no resucitaría ni aún con la derrota del fascismo. Como permanente fugitivo y exiliado, Zweig había sufrido horas interminables en consulados, comisarías y aduanas delante de anónimos funcionarios que le interrogaban constantemente por su nacionalidad, por los motivos de su viaje, por las personas a las que iba a ver o por el contenido de su equipaje. La dignidad humana, construida con tanto esfuerzo, esa magna obra de la cultura europea, había desaparecido en menos de un siglo impulsada por el odio racial y el culto a la fuerza bruta.

De la tormenta de la guerra y de los campos de exterminio surgía un mundo de autómatas que pretendían instaurar una nueva civilización sobre las ruinas de la antigua, una civilización que estaría llena de cerebrales seres fríos, como si fueran precisos jugadores de ajedrez, aunque incapaces de apreciar la belleza del juego, o simplemente, la belleza de la vida.