Aunque no solemos pensar en ello, tener un nombre es algo mucho más importante de lo que a simple vista pueda parecer, no sólo es aquello que nos identifica y distingue del resto, sino también la base sobre la que se construye nuestra propia vida. Todo lo que hacemos y decimos va ligado a él, la misma historia de la humanidad comienza con un nombre y los que nunca fueron nombrados simplemente no existieron, aunque sus vidas fueran igual o más intensas que las de los citados, pero jamás nadie sabrá de ellos.

Cuando por alguna circunstancia te quitan el nombre o lo borran para siempre, en ese mismo instante están eliminando la estela de tu propia vida, experiencias, alegrías, tristezas, logros o hallazgos desaparecen al momento con él. Sin tu nombre no existes y esto es una realidad.

En la historia muchos nombres de mujeres han sido borrados por la mano obtusa de una jerarquía social que no estaba dispuesta a permitir que ellas quedaran por encima de aquellos que movían los hilos del mundo - por desgracia, en ese sentido, hoy la cosa tampoco ha cambiado mucho. Si nos remontamos al inicio de todo veremos que la historia narrada durante siglos por esos dedos alargados no han escrito toda la verdad. No fue Eva la primera mujer de la historia como nos contaron sino Lilith, a la que no sólo arrastraron al olvido, sino que además fue convertida en una figura maligna, libertina y pervertida, por el hecho de abandonar a su marido, Adán, y marcharse del Paraíso, en el que fue el primer acto de autoproclamación femenina. La joven pareja de esposos nunca tuvo una buena relación, según la tradición hebrea eran constantes los desencuentros ante los intentos dominantes del marido. Cuando él quería mantener relaciones sexuales ella se negaba ante la obligación de tener que permanecer siempre debajo y le cuestionaba al fogoso Adán: «¿Por qué he de acostarme debajo de ti? Yo también fui hecha con polvo, y por lo tanto soy tu igual».

Al intentar forzarla, y no estando ella dispuesta a asumir el rol de mujer sumisa, lo abandonó convirtiéndose en la imagen del mismo mal, un demonio con cara de mujer, cuerpo de serpiente y extrañas pezuñas con el que desde entonces se la representa.

Tras Lilith llegó Eva, la segunda esposa de Adán, la otra gran pecadora, la tentación personificada, la culpable de que ambos fueran expulsados del Paraíso.

Algo parecido ocurrió con la figura de María Magdalena, convertida en la gran prostituta de la historia de la cristiandad, aunque su realidad era otra bien distinta; pero ella merece un capítulo aparte.

Desde ese momento, la historia de la mujer ha estado escrita desde un enfoque absolutamente negativo que, en muchos ocasiones, la señalan como única culpable de los grandes males del mundo. La moral siempre fue esa vara con la que se midió lo que las mujeres podían o no hacer, al ser consideradas criaturas débiles a quienes había que guiar en el recto camino de la vida, pues su tendencia a la maldad y a desviarse del sendero del sentido común era algo innato en ellas. Así fue escrita la historia.

Esa idea del control femenino ha perdurado en cada uno de los siglos de la humanidad, ellas nunca pudieron hacer lo que quisieron con sus vidas, siempre supeditadas a padres, esposos, hermanos o hijos, incluso hoy, en ocasiones, continuamos arrastrando ese pesado lastre. No hay que olvidar que, en pleno siglo XIX, existía una vergonzosa Ley de propiedad de la mujer casada por la que al llegar al matrimonio ésta perdía todos sus derechos y bienes que pasaban a ser propiedad del marido, su vida entera dependía de él, necesitaba su expreso consentimiento prácticamente para todo, y su única misión era la de cuidar a su familia procurando la continuidad de su respeto social.

En el mundo del arte, las mujeres siempre fueron menospreciadas, consideradas aficionadas y no artistas, el miedo a ser rechazadas siempre las persiguió, además de ser cuestionada su moralidad por dicha práctica -una señorita no debía dedicarse a esas cosas-, por ese motivo muchas no firmaban sus obras, lo hacían con iniciales o simplemente optaron por hacerlo con el apelativo de un hombre. En 1887 la pintora madrileña Concepción Figueras se presentó al concurso Nacional de Bellas Artes usando un pseudónimo masculino con el que firmó su obra, Luis Larmig, pues no quería ser juzgada por su condición de mujer, sino por la calidad de su pintura; otras como la holandesa Judith Leyster, a pesar de ser considerada una gran artista en el siglo XVII, tuvo que sufrir el olvido siglos más tarde porque fueron los propios marchantes los que borraron la firma de sus cuadros para poder venderlos muchos más caros, ante la creencia generalizada de que tenía más valor un cuadro pintado por un hombre que por una mujer. En esa misma época la italiana Elisabetta Sirani tenía que hacer demostraciones públicas de cómo pintaba sus cuadros, pues todos cuestionaban que una mujer, y además tan joven, pudiera tener la capacidad de pintar tan bien. 

Si ahondamos un poco comprobamos con impotencia que la lista de nombres de mujeres borradas se hace interminable. En el mundo de la música pocos conocen que el gran Mozart tenía una hermana compositora igual o mejor que él, que escritoras como las hermanas Brontë

 recurrieran a encubrir su verdadero nombre para publicar obras como Cumbres borrascosas y mucho más triste es que, todavía en la actualidad, se den situaciones como que J.K. Rowling tuviera que prescindir de su nombre pues según sus editores las novelas escritas por mujeres se venden menos… hay que ver cómo se tiene que estar riendo la autora de Harry Potter, por cierto se llama Joanne.

Apelativos como ridículas, pervertidas, putas, lesbianas, de vida distraída, poco recomendables, o locas, es lo único que quedó de esas vidas olvidadas. Miles de años después, hoy, seguimos pagando la osadía de esa primera mujer que sólo quiso ser libre, decidir sobre su propia vida y que nadie controlara la dimensión de sus emociones. No somos descendientes de Eva sino de Lilith, la primera mujer que reivindicó la igualdad.

Por cierto, ¿quiere usted una manzana…?