Hoy tengo una oportunidad para la satisfacción personal. He de escribir de Miguel García Vivancos (Mazarrón, 1895-Córdoba, 1972), un caso muy especial dentro de la pintura que podría considerarse de Murcia, con su origen en nuestra Región por una murcianía acreditada de nacimiento. Es también verdad que en el artista se da una dualidad muy importante: durante muchos años fue un luchador de izquierdas, activísimo en la Guerra Civil española, mano derecha de Buenaventura Durruti. Con el dato es suficiente porque esta crónica no ha de ser bélica, sino artística.

Vivancos recabó en el París de postguerras pagando con un tributo feroz de estrecheces económicas su supervivencia; fue entonces cuando empezó a decorar telas, manteles y pañuelos con motivos ingenuos. El azar, o su inteligencia o intuición, le llevaron a pintar algún cuadro en otro soporte y a buscar la manera de que Pablo Picasso (siempre el inesperado) pudiera dar su opinión ante la obra primeriza. Estuvo claro el maestro con nuestro artista: «Pinte usted mucho tal cual, no cambie nada». Para completar el momento memorable, le adquirió alguna de aquellas piezas arrebatadamente naif que tenía ante sus ojos.

Decir naif no es decir de torpezas, ni de pintar como hace un niño; en esto siempre hay una gran confusión en el espectador. Los naif suelen ser virtuosos, inéditos, originales, pero sobre todo ingenuos; pintan un mundo feliz, lleno de ternura que escapa a los ojos vidriados del que mira y no entiende de amores de la vida sencilla. Este fue el origen, y después una serie de acontecimientos elevaron el interés general por la pintura de Vivancos. El doctor Vallejo-Nájera lo incluyó en su irrepetible y ejemplar libro de los naif españoles; fue un espaldarazo, pero también la sabiduría de un galerista vasco, de Bilbao, Juan Elúa, que supo verlo y lo presentó en Madrid sin ningún éxito. Después repitió exposición en su galería Arteta de la calle Iparraguirre. Yo viajé curioso a ver la apuesta de Elúa que se rodeaba, entonces, con cuadros de Guayasamin y muchos de Benjamín Palencia. Cuando en San Esteban, en Murcia, se hizo la primera exposición de Vivancos, invité a Elúa a convivir unos días con la ingenuidad controlada del pintor. Ya había muerto Vivancos en Córdoba, y hablamos y hablamos con la natural elegancia que atesoraba el buen vasco.

Su pintura guarda un sonido que puede escucharse al mirar con detalle los cuadros: sonidos de gallinero, de fanfarria, de día de fiesta, quizá por ello utilicé la banda sonora de Día de fiesta (1978), de Jacques Tatí, para mirarlo detenidamente y saborear la enorme capacidad de pincelada humilde que derrochan sus cuadros. Los naif, en general, tienen un temperamento de palomica suelta, son distintos a cualquier grandilocuencia plástica, tienen un alma que se les escapa por las manos de cierto virtuosismo y ninguna pereza. Un control del pintar que asombra. Es pintura que sublima el bienestar y el agradecimiento a la vida, a la salud mental del autor. Singular paz interior la de Vivancos, que venía de las trincheras y del maquis en España.

No he dicho y a ello voy, que la exposición de Vivancos, 29 obras pertenecientes a coleccionistas particulares, se cuelga en las Salas de la Universidad Popular de su localidad natal, Mazarrón, y que ha sido empeño personal del galerista, y en este caso comisario de la exposición, de nuevo cuño y gran pasión, Darío Vigueras Marín-Baldo; tampoco le falta apellido ilustre. Es un descubrimiento enamorado en el viejo oficio. Hay un buen catálogo y una recopilación de textos interesantes para llenarnos de la importante muestra.

Solo me resta decir que la crítica de arte puro se llevó las manos a la cabeza al conocer la obra del murciano sin ninguna raíz naif en su raíz geográfica. Es un 'naif', ahora entrecomillo, de los que no se encontraban y es verdad que pertenece al zoo de cristal de los fabulosos.