Federico Delibes posee cierta aureola que semeja a la de su hermano Miguel: los ojos con la brillantina del llanto sutil de los ancianos, la frente cayéndole del cráneo como un barranco y una voz rasgada que suena remotamente como a la del último Miguel, el que ya no escribía. Tiene el nombre del abuelo francés que vino a España a construir el ferrocarril desde Reinosa hasta Santander y a expandir el apellido Delibes cuando en Molledo-Portolín, escenario de El camino, se enamoró y no regresó a Francia nunca más. «Allí hemos pasado los veranos de nuestra infancia y Miguel daba ya rienda suelta a la alegría de su imaginación: inventaba rutas y recorridos para hacer una vuelta ciclista y organizaba partidos de fútbol con canicas. Por aquel entonces, él no era un hombre de libros», cuenta Federico Delibes.

A sus noventa años le late bien el corazón y respira sin resuellos, pese a que de niño padeció de ganglios y su madre temía por su vida. «Ella siempre andaba llorando cada vez que me veía, porque pensaba que me iba a morir de tuberculosis como le pasó a un hermano suyo». Pero cuando Miguel Delibes oyó los llantos de su madre, le latió lo que luego sería una de sus pulsiones literarias: el sentido del prójimo. Allí, en el número doce de la Acera de Recoletos de Valladolid, el autor de Cinco horas con Mario, aunque él no era aún un hombre de libros, vio al primer débil, su hermano Federico; lo colocó en un paisaje y le dio una pasión. El parque del Campo Grande y el fútbol fueron las medicinas que purificaron la enfermedad de Federico, a quien Miguel protegía tapándole con periódicos en aquellas tardes frías del Valladolid de los años treinta.

Posiblemente serían hojas del As o El Campeón, que les encantaba leer a los dos hermanos, o acaso pliegos de El Norte de Castilla, por entonces fuera de la proyección de Miguel Delibes hasta aquel catorce de octubre de 1941, cuando debutó con dos caricaturas deportivas que firmaba como MAX: ´m´ de Miguel; ´a´ de Ángeles, entonces su novia; y la equis era la incógnita del futuro. Con motivo del quinto aniversario de la muerte del escritor, este periódico vallisoletano -del que el autor llegaría a ser su director- y la Fundación Miguel Delibes han publicado una recopilación de las caricaturas y dibujos bajo el título de Delibes dibujante en El Norte de Castilla.

Historia de un premio decisivo

La noche de Reyes de 1947, los periodistas que pululaban por la redacción de El Norte, entre ellos Miguel Delibes, esperaban expectantes más información después de haber recibido un teletipo desde Barcelona anunciando que el joven redactor era finalista del premio más prestigioso de literatura, el Nadal, que Delibes consideraba como «las oposiciones a escritor» y que para él fue su entrada en el mundo de las Letras. Mientras tanto, Federico Delibes, que ya era químico y trabajaba en la Cros de Barcelona, entró al Café Suizo, donde se fallaba el galardón, y de repente oyó que el apellido Delibes se alzaba ganador con la novela La sombra del ciprés es alargada.

Entre el público, la voz de Federico exclamaba: «¡Yo soy su hermano!» Los miembros del jurado se le acercaron de inmediato. «Ellos se iban maravillando conforme yo les explicaba que Miguel era periodista, licenciado en Derecho, profesor e Intendente Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid, y que estaba casado con una mujer preciosa y tenían un hijo que también se llamaba Miguel». El jurado rompía en un sorpresivo: «¡Caramba!» Cuando El Norte de Castilla supo al fin la noticia, se descorchó una botella y al día siguiente el joven redactor de veintisiete años salía en primera plana. Pocas semanas después, Federico le envió una carta al recién premiado relatándole todo lo vivido en Barcelona.

Repasando la copia de aquella misiva de doce caras, y algunas fotos de su infancia con sus hermanos esparcidas sobre la mesa, los ojos de Federico se debilitan por la luz del mediodía que incide sobre sus dos charcos lacrimosos. «Luego viví más etapas con Miguel, pero esta de la infancia fue la fundamental porque me sacó de la tristeza y me dio vida». Como luego, cuando ya se convirtió en un hombre de libros, se la daría a otros niños, como a Daniel, el Mochuelo de El camino, o al Nini de Las ratas, personajes a los que eternizó y protegió arropándolos entre las hojas de sus novelas, del mismo modo que abrigaba a Federico con pliegues de periódico en aquellos tiempos en que Delibes no era el Delibes escritor, sino la forja sensible del que llegaría a desentrañar Castilla y dar voz a los seres más frágiles.