Nos estamos acostumbrando a ver la ciudad blindada por vehículos de la policía nacional y local taponando cada una de las calles que dan acceso al centro, como si dieran escolta a los enormes maceteros que desde la pasada Semana Santa custodian los accesos a las zonas peatonales. No faltan las armas largas colgadas en sus hombros aportando conveniente protocolo al asunto de la defensa de no se sabe bien qué, pero sin duda, de algo o de alguien que hemos catalogado entre todos como el enemigo.

El problema viene cuando tratamos de aportar claridad y determinar sobre quién debe recaer tal calificativo despejando factores que casi nunca acaban siendo comunes, ni denominadores, sino más bien numeradores de amplio riesgo y cada vez se nos pone más difícil el asunto de discernir, porque siempre dependerá de qué lado de la operación matemática estemos y en manos de quién esté el provechoso resultado.

Estos días, los cesados dirigentes catalanes piden asilo político y apoyo en Europa para librarse de su enemigo: España, sin duda. El gobierno de la nación fulmina los puestos y cargos que se han saltado todas las leyes habidas y por haber con el objeto indiscutible de librarse de su claro enemigo: los secesionistas. El mayor de los mossos ha sido cesado por no hacer lo conveniente contra los que teóricamente eran sus enemigos: los autoproclamados que, confundidos con amigos, están dispuestos a todo hasta devorar cualquier límite con tal de librarse de su enemigo: España, la que roba. En cualquier otra parte del planeta el yihadista intenta rebasar a toda costa el límite del furgón policial mientras reclamará de Alá la fuerza para combatir al enemigo: el infiel y el policía que no dudará en acribillar a quien intente convertirse en el enemigo de todos los infieles.

Esta semana, en una favela en Brasil la policía militar dio muerte a una turista española que no atendió a un alto y considerándola su enemigo, fue abatida a tiros y regresó muerta a su casa de Cádiz convertida en víctima de unos enemigos que ella tomó por amigos.

Más de 160 personas han llegado estos últimos días en pateras a Cartagena y han sido rescatados por sus enemigos, los mismos que habrán intentado esquivar durante largas millas de arriesgada navegación y estos enemigos se han convertido en amigos inevitables tendiendo la mano, mantas, alimentos, agua y medicinas a cuerpos y almas perdidas y necesitadas, para después de asistirlos, cumplir con su obligación de probablemente ser devueltos a su lugar de origen sin que ese sea su deseo, y como del amor al odio, en un paso, salvarle la vida como amigos y convertirse de seguido en los sobrevenidos enemigos que darán al traste con todas sus ilusiones. Pero antes, sus amigos, esos otros que les trajeron a este mundo civilizado y le prometieron la vida eterna por un buen puñado de euros, les habrán dejado tirados en manos de sus enemigos policías, que acabaron siendo amigos.

Y en toda esta sinrazón no falta nosequé representante de nosequé comerciantes, diciendo que esto de taponar Cartagena con furgones policiales o maceteros no es bueno para los negocios, que hay que buscar otras soluciones, y así nos hacemos amigos de los que sólo necesitan un hueco de buenismo abierto entre dos evidencias para sembrar el terror en cualquier calle.

Es perversamente fácil ser amigos y enemigos simultáneamente según nos convenga en cada caso y sobre cada situación y así, amigos y enemigos van cambiando de careta, como en una interminable y macabra noche de Halloween donde nadie es capaz de identificar dónde está el verdadero enemigo hasta que a cara descubierta y en soledad nos sorprendemos mirándonos a nosotros mismos frente al espejo. Ahí lo encontraremos siempre.