Qué ternura da Hachiko, que esperó a su dueño muerto toda la vida, pero qué tonta es la Susi, que sigue colgada de un tío que no la quiere. Qué emocionante la pasión del ministro y la marquesa en Lo que escondían sus ojos, pero qué sinvergüenza la Mari, que lleva dos meses poniéndole los cuernos al novio. Qué bonico Forrest Gump, que acogió a Jenny con los brazos abiertos cada vez que ella volvió, pero qué bobo el Miguel, que le da otra oportunidad a su chica y no le pide explicaciones. Aplaudimos en las películas y en las series las historias que censuramos en la vida real. Y, curiosamente, nadie vería una serie en la que no pasa nada. En la que un señor se levanta, va a la oficina, su trabajo es lineal, su familia es modélica, sus amigos de anuncio, su perro de catálogo, su cuenta corriente abultada, sus problemas cotidianos y banales. Quizás y sólo quizás, ese señor de vida perfectamente aburrida llega a su casa y se engancha a una o 25 series. Series en las que pasan cosas, en las que los personajes se odian, se traicionan, se escapan, se adoran, cometen actos ilegales y acaban salvando el mundo a gran escala. Series en las que sus protagonistas, curiosamente, nunca tienen tiempo de sentarse a ver otras series. En una de esas series, Bones, dijeron la otra noche: «Sin retos, usted no sabría lo brillante que es». Pues eso. Sean ustedes brillantes, cometan errores, hagan de su vida una hermosa serie de televisión. ¿Para qué aspirar a una existencia anodina que no pasaría el filtro del capítulo piloto?