Frente al lamentable ejemplo de nuestros gobernantes patrios, que actúan con nocturnidad y alevosía o, si se prefiere, con cobardía e hipocresía, tenemos el ejemplo edificante de otros valientes que no se andan con tapujos.

En la apertura oficial del año parlamentario en Holanda, su rey actuó como perfecto muñeco parlante para anunciar al país el mensaje que el gobierno quería transmitir, la sustitución del «clásico Estado de bienestar de la segunda mitad del siglo XX por una sociedad participativa». El mensaje comunica al pueblo holandés y, de paso, a todos aquellos que allende las fronteras de ese país quieran entenderlo, que el Estado de bienestar ha muerto.

El mensaje en sí es llamativo por lo que dice, pero casi resulta más llamativo por lo que no dice. Lo que no dice es que el Estado de bienestar no ha muerto de muerte natural sino que ha sido asesinado y tampoco dice que los culpables del asesinato están identificados con nombres y apellidos pero que ninguna justicia los perseguirá porque el Estado de bienestar era suyo y por tanto podían hacer con él lo que les viniera en gana. Que los amos se hayan aburrido de jugar al Estado social y ahora quieran jugar a algo más divertido, un nuevo juego al que han llamado una ´sociedad participativa´ parece comprensible. El juego de la ´sociedad participativa´ ha de ser necesariamente menos monótono para los jugadores que el anterior, porque en él las piezas participantes, como en un reality cualquiera, habrán de emprender una darwiniana lucha por la vida y sobrevivir como buena o malamente puedan. Nada que ver con el juego anterior, en el que los concursantes tenían la vida asegurada; los padres volvían a sus felices hogares, donde se encontraban con sus encantadoras familias después de un cómodo y bien remunerado trabajo, mientras que, por su parte, los hijos los hacían partícipes de los conocimientos adquiridos en centros educativos dotados de todos los recursos; si alguno se ponía malo, inmediatamente el Estado de bienestar acudía en su auxilio y lo curaba, de manera que casi nadie se moría y la población era cada vez más inteligente y más longeva. Así, hasta que los jugadores se hartaron de mantener a tanta gente inútilmente feliz.

Llama igualmente la atención que el claro mensaje provenga de un Gobierno socialdemócrata, bien es cierto que asociado con los liberales, pero esto mismo ya puede darnos una idea de cómo anda la socialdemocracia. Otra pista es que tras las elecciones en Alemania, el SPD se niegue a formar Gobierno con los partidos de izquierda para conformar una mayoría. Y es que la socialdemocracia formaba parte esencial del anterior sistema, del Estado de bienestar, y desaparecido éste, está en vías de extinción. La socialdemocracia, de hecho, ya no existe, se ha suicidado en la sustitución de un sistema por otro, porque siempre fue un ser híbrido, una especie de anfibio capaz de estar en dos medios de los que necesita por igual, de manera que al faltarle uno, no puede sobrevivir. Hoy, resulta patético ver cómo los políticos de los partidos que la representan dan boqueadas aferrándose al poco aliento que les queda.

La defunción del Estado de bienestar y la consiguiente desaparición de la opción política de izquierda centrada, representada por la socialdemocracia, que tenía un papel mediador entre el poder financiero y la sociedad, implica la pérdida de la credibilidad y de la esperanza en la propia democracia y en la posibilidad de que existan opciones decentes capaces de ser útiles en esa nueva realidad que el advenimiento de la ´sociedad participativa´ o del Estado de malestar nos preserva. Pero la desaparición de lo que la socialdemocracia representaba en el imaginario colectivo nos sitúa en un panorama de pesadilla en la que asistimos al renacer de la extrema derecha. Decir extrema derecha es decir racismo y es decir sexismo en sus dos vertientes derivadas de la exaltación de la virilidad, machismo y homofobia. Es también decir uniformidad, en sustitución de la igualdad, con la pérdida de libertades y de derechos individuales que ello implica.

¿Ese es el futuro que nos anuncian? ¿Para eso tantas películas en las que los buenos, los defensores de la democracia, triunfaban sobre los malvados defensores del totalitarismo?