Richard Bona, con su turbante liado a la cabeza y su cara sonriente, conquistó al público con su simpatía y buen humor. El bajista camerunés ha tocado con todos los grandes, desde Belafonte a Tito Puente, Paul Simon, Pat Metheny o el Zawinul Syndicate. A su extraordinario e investigador talento con el bajo, que toca magistralmente con la técnica del slap -incorpora en la actualidad pedales de efectos-, se une su voz suave, agradable al oído, que raramente se escucha más allá del susurro. Richard Bona es garantía de tener un teatro lleno; también lo es de satisfacción para quienes asisten a sus conciertos.

Aunque ya sin el efecto sorpresa más que para los que asistían de estreno, es un gran entretenedor. Y ahora, que saca a relucir (cada vez más) su faceta actoral, y con mucho éxito por cierto en su vis cómica, le resulta mucho más fácil llegar al oyente, creando un entorno de receptividad. Bromeó toda la noche sobre la ciudad, su gente, e hizo que el público cantase, bailase o dieran palmas. Además se rodea de un equipo que es una auténtica maquinaria de primer orden en el terreno del jazz eléctrico, y que gira alrededor del teclista Etienne Stadwijk, el único fijo desde siempre y su Zawinul particular.

Aunque Bona ha superado ya la fase de aquel sonido burbujeante y gomoso de Pastorius, conserva intacta la configuración sonora que Zawinul inventó para Weather Report, ese sonido brillante, espectacular, nítido y accesible. Bona dio una auténtica exhibición de las posibilidades de un instrumento habitualmente resignado a aparecer en un segundo plano.

Cantó en duala, el dialecto bantú de su región. Lo incorpora igual a una explosivo ejercicio de jazzrock lanzado a todo trapo, a una pieza de reminiscencias tribales o a un bailable caribeño, pasando del falsete reminiscente de una trompeta con sordina a los graves sin solución de continuidad. En ocasiones encoge el alma con sus preciosistas y cristalinos fraseos por las notas agudas más delicadas: una especialidad de la casa emocionalmente letal, cuya efectividad conoce y usa.

Su banda es plurinacional. Interactuó con sus músicos en un constante diálogo soltando ráfagas de imponente funk, enérgico Latin y ágiles grooves de jazz, y la mezcla produjo un sonido con pliegues, preciso y con un calculado punto de pasión. Apreciables fueron los solos del trompetista y el pianista. Anécdotas aparte, el siempre empático bajista, compositor y vocalista se metió el público en el bolsillo a la primera de cambio. «Cartagena es un nombre muy sexy. Me gusta más que Londres o Nueva York».

Tal vez lo más anecdótico, por experimental y por saltarse el guión, fue ese ‘impass’ en el que Bona se quedó solo con su «black voodoo gypsy machine», una especie de factoría de loops; es decir, una pedalera con la que se marcó unas travesuras vocales grabando voces superpuestas. Intercalando sus melodías una encima de otra iba orquestando un espectáculo a capella más circense que otra cosa, que tituló Cartagena let‘s go to sleep, para continuar con una sutil versión de Quizás, quizás, quizás. No estoy muy seguro de si lo de «estás perdiendo el tiempo» de la canción se trataba de un aviso. Con esas generosas cuerdas vocales con las que le ha dotado la naturaleza hizo gala de un vasto abanico de registros en los que imitó desde el charles de la batería a la caja y los platos, malabarismos, gorjeos de ruiseñor y voces barítonas y de tenor en la mejor tradición africana.

El mejor momento fue cuando la banda tocó una de los grandes temas de Weather Report (Teen Town), en recuerdo a Jaco Pastorius. Casi duró más el concierto del telonero, que vino solo y en acústico. Sus numerosos fans, algunos hipsters, estaban encantados.

Iron & Wine, o lo que es lo mismo Sam Beam, viaja solo, sin músicos, así que va más libre en cierta forma. Nunca le han gustado mucho los repertorios preparados; simplemente toca lo que la gente quiera escuchar, y busca las canciones más apropiadas para esa noche. Solo con su guitarra y su frondosa barba, cantó para un público atento a sus canciones poéticas y a su relajado sentido del humor.

Aventurándose en la galaxia del blues y el jazz (más de lo que podría esperar cualquier fan de Iron and Wine), Samuel es un contador de historias, y demostró que es capaz de apropiarse de cualquier género.

No sólo sorprendió por el toque de blues y jazz, sino por su actitud de monologuista cómico entre canciones. Accedió a bastantes de las peticiones (no todas), y tenía respuesta para todo lo que le gritaban los fans. Sonriendo, preguntaba al público qué quería escuchar. Inmediatamente empezaba el bombardeo de peticiones, y cuando una le parecía bien empezaba a tocarla. Esto parecía divertirle mucho. El resultado fue una bonita selección de clásicos (Naked As We Came, Cinders and Smoke, Resurrection Fern) y preciosas rarezas, con Sam elogiando al público por sus conocimientos.

A veces tenía que parar para recordar la letra o algún acorde, y aprovechaba para decir algo ingenioso. Entre los dulces y encantadores momentos acústicos, las bromas intermitentes de Sam contribuyeron a crear un ambiente cercano e íntimo.