Hay objetos de nuestra vida diaria que, víctimas del progreso, han ido desapareciendo hasta el punto de ser unos auténticos desconocidos para las jóvenes generaciones. De esos objetos hoy quien esto escribe ha elegido a las máquinas de escribir, esos aparatos provistos de unas teclas que al ser presionadas imprimían unos caracteres sobre un papel. A los lectores les parecerá cercano pero seguro que muchos llevan décadas sin oír el sonido característico de su teclas, y ya no recuerdan cuándo fue la última vez que alguien les dijo «voy a pasar a máquina el trabajo».

Tengo que reconocer que en la elección del tema ha pesado un poco el hecho de que mi bisabuelo Fernando Flores Rueda regentara en Cartagena durante algunos años una tienda de máquinas de escribir de la marca ´Underwood´. Una marca de origen americano que en 1913 se vanagloriaba de que los más afamados dactilógrafos ganaran concursos en Estados Unidos escribiendo 125 palabras por minuto. Pero según las décadas hubo otras marcas que se vendían en nuestra ciudad, es el caso de las ´Remington´, fabricadas por la compañía Remington Standard Typewriter Co, las ´Royal´ que tuvieron tienda propia en la calle del Cañón, las ´Smith Premier´ que distribuía Adolfo L. Rodríguez y de las que se decía que eran indestructibles y las ´Hispano Olivetti´ que se podían adquirir en Bernardino Gal o en el establecimiento del fotógrafo José Casaú.

Fueron varias las instituciones que durante el pasado siglo XX facilitaron el aprendizaje ofreciendo clases de mecanografía gratuitas a personas de ambos sexos. Es el caso de la Federación Instructiva de Dependientes de Comercio que en 1926 impartía clases diarias en las que los alumnos podían escribir durante media hora, el Ateneo o la Real Sociedad Económica de Amigos del País en su sede de la calle del Aire dentro de sus programas de enseñanza. Por otro lado en la prensa local no era extraño leer notas de sociedad como ésta que decía: «Aprobó con matrícula de honor el curso de mecanografía la joven Amella Llanos Castillo, a la que felicitamos».

Durante décadas las pruebas de mecanografía fueron obligatorias para el acceso a puestos de trabajo en la administración pública, y también para la empresa privada. Por ello surgieron en nuestra ciudad diferentes academias como la de Blazquez en la plaza del Rey o la Academia Mercantil en la calle Villamartín, que preparaban a los opositores para superar la prueba.

Como máquinas que eran necesitaban repuestos, las cintas tenían una duración limitada, y complementos como el papel carbón para hacer copias que podían adquirirse en librerías como Escarabajal, Melero o la Papelería Española, por citar algunas. Pero también requerían un mantenimiento, y en Cartagena había buenos profesionales dedicados a tenerlas siempre a punto. Es el caso de Manuel Andrés Nieto en la calle del Aire, que vendía abonos de limpieza, Ginés Mercader en la calle Honda o Enrique Morales Ortíz en la calle Cuatro Santos.

Y para el final he querido dejar al que posiblemente fuera uno de los últimos mecánicos que trabajaron en Cartagena, Joaquín Orejudo. Trabajó muchos años para la Marina y para muchas entidades de la ciudad, tuve la suerte de conocerle y verle trabajar, y por eso no podía faltar el recuerdo a su figura que en mi caso, y creo que no seré el único, siempre vendrá asociado a las máquinas de escribir.