Les pedí que, por favor, lo pesaran. «¿Al perro?», me preguntaron. Asentí con la cabeza. Era mediano, no excesivamente grande, pero estaba muy delgado, casi esquelético. No, no era solo abandono lo que mostraba su fino lomo. Su cuerpo, lleno de heridas, hablaba también de un pasado indigno, repleto de golpes y hambre.

-5 kilos y medio- me dijeron. Era lógico, pensé, pese a su tamaño, si descontábamos la piel y los huesos, apenas había nada más. El animal estaba aún asustado. Acababa de llegar a nuestros brazos. Aquella misma mañana lo había retirado la policía de una casa derruida en la que lo habían encontrado atado. Allí, junto a la puerta, según comentaron algunos testigos, el animal había vivido siempre atado.

- Por favor, pésalo- les dije, de nuevo.

- ¿Al perro de nuevo?- Me preguntaron -¿Crees que no es ese su peso?

- No, al contrario, sé bien que no pesa más que eso. Otra cosa sería si la soledad o el hambre tuviera peso alguno. No, esta vez quiero que peséis las cadenas que le sujetaban a la puerta. No había visto nunca unas que fueran tan grandes y gordas. No sé de dónde pueden haberlas sacado. Me gustaría saber cuánto pesan y, en realidad, cuánto peso soportaba sobre su cuello este pobre animal. Los chicos las cogieron con sus manos, no sin esfuerzo, y las acercaron a la báscula depositándolas sobre la misma.

Entonces todos miramos a la pantalla que reflejaba el peso y, atónitos, vimos cómo esta iba subiendo y subiendo hasta detenerse en los siete kilos de peso. Era increíble, eso pesaba su cadena. Más que él.

Miré al perro y lo pegué contra mi pecho, aún temblaba. Lo acaricié pensando cómo habrían sido sus mañanas, sus tardes y sus noches. Imaginando esos eternos días de frío invierno o esos otros de asfixiante calor en verano. Una vida encadenada, durmiendo sobre sus propias miserias, sin más esperanza que llegar al día siguiente. Hay perros que viven muriendo.