na vez le preguntaron a una importante escritora de nuestro país si recibir alguno de los insignes premios con los que había sido distinguida le había cambiado la vida.

Al principio no contestó. Miró fijamente a su interlocutor. Aspiró profundamente todo el aire que pudo y, por fin, le dijo: «Los premios no cambian nada. Se agradecen, se disfrutan, te satisfacen, pero nada más. Sólo el sufrimiento te cambia. Perder a alguien a quien quieres porque se aleja de tu vida, eso sí te cambia la vida para siempre».

La entrevista acabó con esa frase, de la que no pude separarme el resto del día.

Pensé entonces en los animales que viven en los refugios. ¿Será igual para ellos y para los que fueron sus dueños? ¿Qué pensarán los que los abandonaron cuando, al salir a la calle, se crucen con alguien que pasea a su animal? ¿Qué les dolerá más, la pérdida de un ser querido o la de la dignidad? ¿Qué explicación darán a sus hijos de lo que ocurrió? ¿Vivirán también ellos el dolor del que se hablaba en esa entrevista? No lo sé. Quizá la explicación sea más fácil. Al fin y al cabo, ¿qué puede sentir quien no tiene ningún tipo de sentimientos? En el caso de los animales abandonados, por el contrario, no necesito imaginarme cómo viven esa situación. Desgraciadamente, he visto a miles de perros entrar en sus jaulas sintiéndose abandonados, aullando de soledad. También he conocido a muchos gatos deprimidos, viviendo bajo mantas, escondidos sin ganas de nada, echando de menos a la que fuera su familia. De hecho, mientras escribo estas letras, me avisan de que hay una perra abandonada en un polígono cercano. Decido acercarme a buscarla. La encuentro agazapada bajo un contenedor de basura. La miro a los ojos y, asustada, me devuelve la mirada. Aún no lo sabe, pero, también para ella, su vida ha cambiado para siempre.