Lo primero que hacemos al nacer, es abrir los ojos y llorar. A menudo, cuando todo termina y los cerramos para siempre, también€

A partir de ese momento, su única distracción fue contar todas las historias que había vivido. Atraídos por las mismas, cada tarde alrededor de su casa se reunían numerosos vecinos para escucharlas.

«Ocurrió una noche. Iba en el coche y, en un semáforo, alguien se me acercó. Le miré a los ojos. Enseguida la reconocí. A ella le pasó igual. Sorprendida pronunció mi nombre.

-¿Cómo estás?- me dijo

-¿Te acuerdas de mí?- le pregunté.

-Claro. Me he acordado muchas veces de aquella vez que te llamé. No paraba de llorar. Mi perro estaba en el albergue y yo en el hospital. Por aquel entonces vivía en la calle con él. Una noche nos atacaron. A él lo dejaron medio cojo y a mí me rompieron la espalda. Te pedí que me acercaras el perro. Quería despedirme de él.

No sabes cómo te agradezco que me lo trajeras. Es lo más duro que he hecho nunca pero ¿qué podía ofrecerle yo? ¿la noche, el día, el hambre, el frío? Por aquel entonces dormía como ahora, en la calle, metida en una caja de cartón-

-Y ¿cómo estás?- le pregunté

-Voy tirando, como siempre. Ahora soy vendedora, ya me ves€ Por cierto ¿quieres un paquete de pañuelos?- Sonrió

-¡Venga! Dame un par, que no llevo-. Le dije mientras le guiñaba un ojo y señalaba los paquetes de clínex que aquella misma mañana había comprado a otro vendedor.

Los dos nos reímos.

-Te deseo toda la suerte del mundo. Volveremos a vernos. Seguro-. Le dije

-Sí, el mundo es un pañuelo, nunca mejor dicho-. Me contestó ella riendo».

Lo segundo que aprendemos en esta vida, después de llorar, es a reír. Supongo que en eso consiste la vida, en reír y llorar.