Mantenía el casco abrazado con su mano izquierda contra el pecho, mientras su derecha urgaba entre los azulados rizos de su frondosa barba, mesando con lentitud la espesura de su hermoso vello facial. La espada reposaba tranquila emboscada en el tahalí de su espalda. Al cabo de un rato, comenzó a andar hacia los náufragos, pausada y despreocupadamente. La diestra, levantada con la palma de la mano extendida, en son de paz; en la siniestra, recogido contra el costado, el yelmo de batalla.

El hombre gordo lo vio primero. Se levantó sobresaltado y comenzó a recular. Odiseo alzó aún más su brazo derecho. Hizo además ademanes y gestos que segura tranquilidad emanaban, y gritó, manteniendo su mano derecha abierta en son de paz: -¡Nada temáis, forasteros! Yo también he sido náufrago y juro por los dioses que os he de ayudar, como ellos me han ayudado a mí hasta ahora.