Cuentos de fin de curso

El último día de clases en el Colegio Náyade

Esther Murcia Gomicia

Esther Murcia Gomicia

En el Colegio Náyade, el fin de curso siempre llegaba con una mezcla de emociones: alegría, nerviosismo, cansancio y, sobre todo, mucha energía. Ese año no fue la excepción. Mientras los profesores luchaban por terminar los cierres de evaluaciones y el interminable papeleo, los niños, sintiendo el verano a la vuelta de la esquina, estaban más inquietos que nunca.

La maestra Luisa, con sus gafas ligeramente caídas y el semblante de alguien que no había dormido bien en días, miraba a sus alumnos con una mezcla de cariño y agotamiento. Sabía que mantener su atención en estos últimos días sería un desafío casi imposible. Los niños parecían estar en una burbuja de entusiasmo, sus mentes ya fuera del aula, soñaban con las largas tardes de verano, juegos al aire libre y helados.

—Niños, por favor, un poco de silencio —intentó Luisa por enésima vez, mientras algunos de los estudiantes seguían susurrando emocionados sobre los planes vacacionales.

En el fondo del aula, Domingo y Kena intercambiaban risitas mientras dibujaban un mapa del tesoro. Nico, por su parte, estaba inmerso en su propio mundo, construyendo una torre de lápices y gomas de borrar. Luisa sabía que seguir insistiendo en las tareas sería inútil y decidió cambiar de estrategia.

—Chicos, ¿qué les parece si hoy hacemos algo diferente? —dijo con una sonrisa que, aunque cansada, aún conservaba calidez.

Los niños levantaron la mirada, curiosos y expectantes. Luisa respiró hondo y continuó:

—Vamos a contar historias. Pero no cualquier historia. Quiero que cada uno de ustedes invente un cuento sobre lo que harán en las vacaciones, recuerden, un cuento, no una redacción. Luego, si quieren, podemos compartirlos con la clase.

Los murmullos de desaprobación se transformaron rápidamente en susurros entusiastas. Las caras aburridas se iluminaron y los ojos de los niños comenzaron a brillar con la chispa de la creatividad.

Luisa repartió folios de colores y los niños se pusieron a trabajar de inmediato. Con sus cabezas inclinadas sobre las mesas y las manos moviéndose rápidamente, escribían y dibujaban con entusiasmo. Mientras tanto, Luisa les puso música de fondo y aprovechó el momento de tranquilidad para avanzar en el papeleo. Su mente estaba dividida entre las tareas administrativas y la satisfacción de ver a sus alumnos tan inmersos en una actividad creativa.

Una hora después más o menos, Luisa pidió a los niños que se reunieran en círculo. Con el entusiasmo palpable en el aire, comenzaron a compartir sus historias.

Domingo fue el primero en compartir su historia. Con voz animada, narró una aventura en una isla salvaje, donde él y sus amigos encontraron un tesoro escondido y se convirtieron en amigos de los animales de la isla. Luego, Kena continuó con un relato sobre un viaje en globo aerostático alrededor del mundo, disfrutando de paisajes impresionantes, saboreando exquisitos manjares y haciendo nuevos amigos en cada parada.

Nico, tímido al principio, pero animado por los aplausos de sus compañeros, relató una historia de valientes caballeros y dragones en un reino lejano, donde él era el héroe que salvaba el día. Cada cuento era más imaginativo que el anterior, los aplausos y risas llenaban el aula.

Luisa se sorprendió de lo emotiva que resultó la actividad. Al ver a sus alumnos compartir sus sueños y fantasías, se dio cuenta de lo mucho que los había visto crecer en el último año. Sus historias eran un reflejo de sus personalidades, esperanzas y la maravillosa capacidad de soñar de los niños.

Cuando todos habían compartido, Luisa se sentó en el centro del círculo y, con una sonrisa, les contó su propia historia sobre el verano que había pasado de niña en el campo, cazando luciérnagas y contando estrellas. Los niños escuchaban con atención, encantados de conocer una parte del pasado de su querida maestra.

Al finalizar la jornada, Luisa sintió una paz inesperada. A pesar del cansancio y el estrés, el día había terminado con una nota alta, llena de risas y creatividad. Se despidió de sus alumnos con un abrazo y un deseo sincero de felices vacaciones.

Mientras caminaba por los pasillos vacíos del colegio, Luisa reflexionó sobre lo importante que era contar cuentos en el aula. No solo ayudaba a canalizar la energía de los niños, sino que también fomentaba su creatividad y fortalecía los lazos entre ellos. Había aprendido que a veces, el mejor plan era dejarse llevar por la energía de los niños y permitir que la magia de sus historias transformara incluso el día más agotador en un recuerdo inolvidable.

Contar cuentos no era solo una actividad lúdica; era una herramienta poderosa para el desarrollo emocional y cognitivo de los estudiantes. Les permitía expresar sus sentimientos, explorar nuevas ideas y aprender a comunicarse de manera efectiva. Además, los cuentos ofrecían una forma de conexión profunda, tanto entre los estudiantes como entre ellos y su maestra. Luisa sabía que seguiría integrando esta práctica en su enseñanza, convencida de su valor incalculable.

Al salir del colegio, Luisa se sintió revitalizada. El fin de curso había sido agotador, pero también increíblemente gratificante. Había redescubierto el poder de los cuentos y cómo podían transformar la dinámica del aula, dejando una huella duradera en la vida de sus alumnos. Con una sonrisa en el rostro y el corazón lleno de esperanza, Luisa se preparó para disfrutar del verano y soñar con las historias que el próximo curso traería consigo.