Opinión | Retratos

Juan Ballester

El compás de la vida

Miguel Ángel Moreno, músico percursionista.

Miguel Ángel Moreno, músico percursionista. / L.O.

Refiriéndome sólo a la imagen y como viene siendo mi costumbre, cuando retrato a alguien me gusta que se trate de un retrato convencional, de esos que el retratado y el retratista se miran cara a cara. Busco con ello que, finalmente, ese retrato sea la resultante de un intercambio de complicidades y tiempos coincidentes entre ambos, de ahí que los considere como una especie de mezcla entre retrato y autorretrato. Por tanto, procuro también que esas tomas no estén basadas en una instantánea robada, de tipo documental; es decir, en un instante fortuito del devenir natural de la vida.

Sin embargo, en el caso del retrato que publicamos hoy con el percusionista Miguel Ángel Orengo, finalmente hemos escogido una imagen más espontánea y en la que el personaje está tocando su caja de música muy concentradamente. Pero, ¿por qué esta decisión y este cambio de criterio? Seguramente porque, en esta serie de retratos, no sólo busco mostrar al personaje en esa especie de limbo último que es la identidad, sino que también pretendo fijarme en cualquier cosa que me inspire su mismo conocimiento o algo de la conversación que tuvimos durante el rato que pasamos juntos.

Con Miguel Ángel, al cual había conocido en una fiesta unos días antes y del que no sabía nada hasta ese momento, el tema fundamental del que hablamos fue, lógicamente, la música y su presencia en la historia de la humanidad. Antes de seguir debería confesar la envidia que he sentido siempre por los músicos, por cualquier tipo de músicos, ya que, para uno, el sentimiento musical es el más originario y básico de los sentimientos relacionados con el hecho creativo. Eso, por no decir que, en el fondo, cualquier actividad artística -pintura, escultura, poesía, toreo…- está basada en la música, o sea, en el compás. ¿Qué es la vida misma sino una especie de música que cada cual debe interpretar? Claro, a partir de un punto en común tan sustancial, no solo la comunicación entre nosotros fluía como si fuese un río de aguas bravas, sino que hasta nuestra confianza mutua iba resultando casi familiar.

De aquel rato juntos me enriquecí con muchas cosas, pero lo que más me sorprendió oír fue que en la música -léase también en la vida-, hasta la improvisación tiene sus reglas, obedece siempre a un trascendente y superior compás, de ahí que también quisiera fotografiarlo mientras improvisaba unos sonidos. Nunca antes había entendido tan claramente el Mektub de los árabes -el ‘estaba escrito’ del mundo occidental-, porque, efectivamente, en última instancia todo va reconduciéndose inexorablemente hacia el cumplimiento del destino. Otra cosa es que estemos preparados para oírlo o concienciados para aceptarlo. 

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