Opinión | Epónimos

Josep Maria Fonalleras

¿Kafka era kafkiano?

El escritor de Praga se diluye del todo como entidad y se convierte en sinónimo de cualquier episodio que pueda parecernos inaudito, extraño, obsesivo

El escritor Franz Kafka en un café de Praga, 1910.

El escritor Franz Kafka en un café de Praga, 1910.

Hay pocos escritores que hayan protagonizado una proeza del todo inusual o, en todo caso, muy rara. Ofrecer su nombre para crear una palabra. Es lo que conocemos como un epónimo. La gracia del asunto es que ninguno de ellos escribió ni vivió con la idea de pasar a la posteridad en un diccionario y, mucho menos, en el habla habitual como sinónimo de una forma de actuar, de una situación cotidiana, de una enterrada pasión. Pocos. John Ford, por ejemplo, en El hombre tranquilo, frente a una cama rota después de la noche de bodas, hace decir a uno de los personajes, Michaleen Flynn, admirado por la supuesta escena amorosa: «¡Impetuoso, homérico!». Homero es uno de esos escritores. Y también Sade y Leopold von Sacher-Masoch, quienes, sin conocerse, inventaron, sin saberlo, la parafilia conocida como sadomasoquismo. Pero las acepciones de estas palabras son relativamente restringidas, aplicadas a casos muy concretos. Subiríamos un nivel en la clasificación de los epónimos si habláramos, por ejemplo, del pobre Maquiavelo, que se limitó a describir y definir nociones de política aplicada, y que ha pasado a la historia como sinónimo, el ‘maquiavelismo’, de maniobras sucias y sofisticadas para conseguir el poder o cualquier cosa que se quiera conseguir con malas artes. En un estadio superior, Dante Alighieri. El diccionario habla del término ‘dantesco’ como de una cosa o una acción de «aspecto terrorífico», y todos hemos escrito o dicho alguna vez que esto o aquello es ‘dantesco’, aunque tenga poco que ver con la delicadeza del poeta, solo porque describió escenas que asociamos a infiernos que arden o a devastaciones a sangre y fuego.

Pero en la liga de los epónimos gana Frank Kafka. Es la única palabra de esta familia que he encontrado en el diccionario, descrita como un adjetivo, que no hace referencia a la figura concreta del hombre que la inspiró. Es, simplemente, «absurdo, angustioso, opresivo». Kafka, el escritor, se diluye del todo como entidad y se convierte en sinónimo (y no en un texto literario, sino en la conversación de café, en la disputa familiar, en el día a día) de cualquier episodio que pueda parecernos inaudito, extraño, obsesivo, desconcertante. Todo vale. Es kafkiano que un convicto condenado por el Código Penal pueda ser presidente de la nación más poderosa del planeta. Y es kafkiano que un alcalde presuma de ir en bicicleta por una calle donde el alcalde prohibía montar en bicicleta, hasta que el alcalde dice que ahora sí que se podrá montar en bicicleta en esa calle. O que una empresa te haga un escáner del iris y te pague con ilusiones ópticas o que un neofascista se haga una foto propagandística junto al líder del estado judío.

Estos días, a raíz del centenario de la muerte, hemos recordado que Kafka, ese hombre que apenas viajó y que se pasó media vida en unas oficinas de seguros, el escritor que ahora conocemos porque Max Brod no hizo caso de sus ruegos de quemarlo todo, hemos rememorado, pues, que fue un humorista. No tengo ninguna duda. De un humor raro y cruel, si quieren, pero, al final, humorista: kafkiano.

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