Opinión | La Hoguera

Juan Soto Ivars

Arte rupestre en el hotel

Limpieza de un vater.

Limpieza de un vater. / L.O.

Entre los servicios que los hoteles de gama media y alta ofrecen a sus clientes, destaca y resplandece para mí en primer lugar, por encima de los albornoces etéreos, la maquinita de café Nespresso y el surtido de almohadas para todas las chepas, algo que solo puedo describir como una apuesta decidida por el arte por parte de las cadenas hoteleras. Qué hermosas exposiciones de pintura rupestre sobre porcelana blanca nos brindan a los clientes con la eliminación sistematizada de la escobilla del retrete. Mis lectores me agradecerán esta derivada escatológica: al menos hoy no estoy hablando de política. Una serie interminable de viajes de trabajo a lo largo y ancho de la geografía española me ha decidido a abordar públicamente esta cuestión. ¿A quién se le ocurrió? ¿En qué momento? ¿Con qué fin?

Azota un dilema al cliente de hotel cada vez que se sienta en el trono blanco para expulsar el lastre que la naturaleza nos impone como pago por el lujo de disfrutar de la gastronomía: ¿ahora qué diablos hago yo con esto? Tras un par de consultas a la cisterna que tienen sobre la obra el efecto del agua sobre la acuarela, el cliente, pantalones y ropa interior por los tobillos, podrá buscar con torpeza por todas partes la solución sencilla al embrollo, pero jamás dará con ella. Desolado, mirará (sin sensibilidad artística) el sugerente dibujo, enriquecido por una noche de cubatas, y rechazará someterse a un psicoanálisis con el test de Rorschach por la urgencia de arreglar el despropósito.

¿Dejárselo a las camareras de piso? ¿Llamarlas personalmente para mostrarles a estas esforzadas mujeres nuestro talento pictórico duodenal? ¿Esperar de ellas el aplauso, tal vez? ¿Un pin, la enhorabuena?

No, bajo ningún concepto. El respeto y cuidado por quienes hacen de nuestra estancia una experiencia higiénica y confortable nos obliga a destruir nuestras pinturas de Altamira. Y así, pantalones y calzoncillos por el suelo, uno termina arrodillado, haciendo grandes bolas de papel higiénico, que aplica con sus propias manos a la húmeda exposición. Uno se humilla, sí, para no humillar a nadie, y se acuerda con brochazo (cada vez más peligroso) de la madre de quien consideró que mantener la escobilla es menos higiénico que quitarla.

Otro día os hablaré de las espectaculares proyecciones de Avatar y Los Pitufos que he visto en los cuartos de baño del Ave. 

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