Opinión | Las trébedes

La edad dorada

Declarado tal optimismo, ‘humeanamente’ escéptico, es razonable reconocer que vivimos una época en que se atisban amenazas serias sobre el futuro

Ilustración de Leonard Beard.

Ilustración de Leonard Beard.

Para la inmensa mayoría amante de la nostalgia cualquier tiempo pasado fue mejor. Sea esto su adolescencia, su infancia, su juventud, o bien tal siglo o tal reinado o tal civilización antigua. Quien no pertenece a esa mayoría, en cambio, no acostumbra a mirar hacia atrás sino hacia delante, y esa actitud suele llevar aparejado el sentimiento de que el futuro depende en parte del presente, léase, que el mundo que viene será mejor o peor según lo construyamos ahora nosotros. Tal responsabilidad no paraliza, sino que espolea para guiar nuestras decisiones, nuestros votos, nuestras acciones.

Declarado tal optimismo, ‘humeanamente’ escéptico, es razonable reconocer que vivimos una época en que se atisban amenazas serias sobre el futuro. En nuestro país, si una persona (de cualquier edad, raza, creencia, religión, opinión, origen, sexo, nivel económico) sufre un accidente, por ejemplo, de tráfico, es recogida y transportada en ambulancia (terrestre o aérea) a un hospital donde es examinada sin límite de pruebas (radiografías, análisis clínicos, RMN, o lo que sea), intervenida quirúrgicamente si lo precisa, ingresada en UCI si es necesario. Y después, solo después, se estará a quién paga todo eso. Si se trata de un ciudadano español, es muy probable que lo pague íntegramente la Seguridad Social (nuestros impuestos), aunque si ha optado por un seguro privado descubrirá entonces las limitaciones que incluye, tan magnífico cuando se lo vendieron. No es ninguna tontería, y es algo que merecería ser pensado con detenimiento por todos, porque hay pocos, muy pocos países que hayan tenido una seguridad social sanitaria semejante a la que hemos disfrutado aquí. Y desgraciadamente hay que hablar en pasado, si aún no de la atención en urgencias, sí en cuanto a la atención en otros ámbitos (pruebas -es del todo inaceptable que alguien tenga que esperar ¡meses! para una biopsia-, citas del médico de familia para dentro de una semana, o que tarden más de un año en llamarte para rehabilitación). Tenemos excelentemente formados a médicos y enfermeros, pero sobrecargados y no muy bien pagados. La sanidad privada, en cambio, es un negocio creciente en España (para las grandes empresas del ramo, no para sus trabajadores). Ojalá que no lo siga haciendo a costa de la pública, aunque parece que el equilibrio perfecto que tuvimos tiende a romperse en detrimento de esta.

Por otra parte, algo similar ocurre en educación. Son muchos los centros públicos de enseñanza obligatoria en los que se ha desequilibrado el alumnado, de modo que tenemos una proporción de alumnos con necesidades especiales o dificultades diversas muy superior a la que presentan casi todos los centros privados (’concertado’ es privado a fin de cuentas, aunque se financie con los impuestos de todos). Ocurre esto sobre todo, claro está, en las ciudades, donde la oferta educativa es más amplia. Es muy diferente lo que se puede lograr con un grupo en donde la diversidad es 4 de 30 a donde hay 14 de 30; y en el otro lado, es muy distinto el nivel que puede alcanzarse de tener 7 de 30 a tener uno o ninguno, y con padres de perfil alto. Para el profesorado de la pública debería ser un reto y un revulsivo inventar la manera de sacar adelante al alumnado, pero aparte de la ilusión y la imaginación creadora, necesitarían menores ratios y una flexibilidad de horarios, espacios y currículum que es imposible tanto legal como materialmente, pues los colegios e institutos públicos (y me temo que también los concertados) tienen hoy exactamente la misma arquitectura (espacios) y prácticamente la misma dotación y mobiliario (pupitres y sillas destructoras de espaldas) que tenían hace 60 años (por hablar de lo que yo misma he vivido), cuando hasta los hogares han cambiado en estas últimas décadas; a lo sumo, algunas aulas cuentan con ordenador y proyector, que no siempre funcionan. Eso no quiere decir que no siga habiendo excelentes alumnos en la pública y, de hecho, es habitual que sean los números uno en muchas convocatorias. Pero el desánimo está empezando a cundir entre el profesorado. El de la pública, porque se siente superado por una situación que no puede afrontar con los medios de que dispone; el de la privada, porque sufre un exagerado nivel de exigencia (proyectos, actividades); y todos porque padecen una sobrecarga de trabajo brutal.

Todo esto es panorama en España y es similar quizá en casi todos los países de la UE, lugares donde la democracia está bien asentada y las constituciones consagran los derechos humanos como fundamento de las leyes y la convivencia. Pensábamos que la dedicación a lo público, a la política, era un honor y los que se sentían llamados sentían también la responsabilidad de contribuir a la mejora de la vida de sus conciudadanos. A la política iban los mejores «a quemarse, no a quedarse», como suele decir Raimundo Benzal. Claro que siempre ha habido pícaros y aprovechados. Y que tantas veces la opinión pública no se ha enterado. Precisamente lo bueno de la democracia y del Estado de derecho era que los ciudadanos tenían garantizado el derecho a la información, y que los medios se preocupaban por ofrecer información de calidad, esto es, bien contrastada. El cuarto poder ha rendido muy grandes beneficios a la sociedad y a la humanidad. Hoy, la magnitud de la circulación de información ha degradado también el trabajo de los periodistas, que tienen que escribir 3 o 4 noticias al día (sin tiempo para contrastar), acudir solos (sin chófer, sin cámara) a cubrirla, asistir a pseudorruedas de prensa (sin preguntas) y hasta morir a manos de sicarios, soldados, o incluso herederos de tronos. Hoy, parece que buena parte del periodismo digamos menos turbio se hace en los gabinetes de comunicación, pues a menudo las noticias son mera transcripción de las notas de prensa de empresas e instituciones. Y el más turbio, el de los bulos y las noticias falsas, se hace por doquier, hasta el punto de que acaba contaminando a la prensa ‘seria’.

Pero volvamos a los derechos humanos. Esta vocecita clama: alerta, alerta, que ya ha empezado a aceptarse sin mayor preocupación el discurso que los rechaza o los pone en cuestión: se cuestiona a sus defensores ya no solo en las selvas de América, sino también en nuestro país, preguntando quién ha nombrado a ‘esos relatores’ de la ONU que le dan un currito al gobierno por no avanzar lo suficiente en la búsqueda de desaparecidos del franquismo y a los legisladores que pretenden blanquear la dictadura.

Esperemos y hagamos que esos feos nubarrones que acechan no arrasen con lo conquistado.

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