Opinión | La Feliz Gobernación
Boda de sangre
Hay quien se casa y permite que su boda sea retransmitida en directo por televisión, caso del alcalde de Madrid, Almeida, como si su intimidad fuera de interés público
Todas las cartas de amor son ridículas, escribía Fernando Pessoa, y siendo esto así no digo ya las bodas. Las bodas son una carta de amor teatralizada ante el público, por lo que el ridículo no solo pertenece al secreto de los amantes sino que se expande, como el universo.
Una boda es una experiencia inevitable, y hay que vivirla, con el alivio de que todo queda encerrado en un álbum de fotos y una película de vídeo que son excusados porque quien más y quien menos ha celebrado una ceremonia idéntica o se propone hacerlo.
Si la cosa queda en famila y entre un razonable círculo de amigos siempre se podrá alegar que hoy por mí, mañana por ti, y cumplir el guion del aquelarre resulta menos penoso, como quien sin resistencia se presta en el primer curso universitario a las novatadas de los veteranos: mejor salir del paso y evitar males mayores.
Pero hay quien se casa y permite que su boda sea retransmitida en directo por televisión, caso del alcalde de Madrid, Almeida, como si su intimidad fuera de interés público. Y es entonces cuando un tránsito administrativo de mera repercusión personal se convierte en espectáculo con categoría de esperpento.
Es sospechoso que la promesa de los novios ante el altar acerca de que estarán juntos hasta que la muerte los separe tenga como telón de fondo el ejemplo de los invitados más ilustres: Juan Carlos sin Sofía, Elena sin Marichalar, Cristina sin Urdagarin y Díaz Ayuso sin el Presunto, entre otros notables. Se cumple el dicho de que si quieres que Dios se ría de ti en tu cara solo tienes que jurar que tal persona será tu pareja para toda la vida.
Celebrar una boda por todo lo alto a la que acude una parte de la Familia Real que, precisamente por real, se exhibe desestructurada y en la que la jefa de la televisión pública que retransmite el evento evita presentarse del brazo de su novio defraudador no parece convocar a la ejemplaridad, más cuando «el rey que trajo la democracia» se refugia en una dictadura y una de sus hijas decía no enterarse de la utilización de su estatus para el tráfico de influencias que ejercía su marido.
La fiesta de la cochambre revive así un involuntario carnaval de corrupción canallesca y fluidos interruptos presidida por el santo sacramento del matrimonio.
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