Opinión | El castillete

¿Nos llevan a la guerra?

La guerra de Ucrania es quizá el punto de no retorno en el proceso de declive, que puede llevarnos a un futuro catastrófico, emprendido por el Viejo Continente

Lanzamiento de un misil balístico ‘Yars’, en el cosmódromo de Plesetsk, Rusia.

Lanzamiento de un misil balístico ‘Yars’, en el cosmódromo de Plesetsk, Rusia. / EFE-EPA

La holandesa ASML es líder mundial en la producción de equipos de fotolitografía para la industria de semiconductores. Pues bien, su gobierno, presionado por el de EE UU, ha prohibido a la compañía exportar tecnología a China. Medios neerlandeses han lamentado la falta de firmeza de sus autoridades a la hora de defender los intereses nacionales.

Lo descrito sirve como ejemplo de la creciente subordinación de la UE a las directrices emanadas desde la cúpula anglosajona que domina en la OTAN, aunque ese vasallaje suponga un daño a la economía europea y al papel que aspira (o debiera aspirar) a jugar en el mundo. Las élites de Bruselas han asumido su condición cipaya en lo que hace a sus relaciones con EE UU, es decir, no han dudado en ponerse al servicio de los intereses de la otra orilla del Atlántico (y del otro lado del Canal de la Mancha) en detrimento de los de sus países.

La guerra de Ucrania es el paradigma de esta traición y quizá el punto de no retorno en el proceso de declive, que puede llevarnos a un futuro catastrófico, emprendido por el Viejo Continente. En 2023, la UE creció un 0,5%, frente al 3,6% de Rusia, el 5,2% de China y el 2,5% de EE UU. Es decir, fuimos los últimos de la clase, y con diferencia, respecto de nuestros principales socios y competidores. Con la agravante de que en ese raquítico 0,5% hay que incluir un retroceso del 0,3% en Alemania, lo que perfila un horizonte nada halagüeño para el conjunto del club. Las razones que explican este cuadro son geopolíticas y se remontan a los inicios de la guerra en Ucrania, que no se sitúan en 2022, sino en 2014. Ese año se produce un golpe de Estado en Kiev, auspiciado por la OTAN y la CIA, que aúpa al poder a un gobierno ultranacionalista de signo banderista (ultraderecha), el cual comienza el hostigamiento hacia la amplísima minoría rusa (35% de la población) mientras que el país se ahoga en un mar de corrupción y expresa su aspiración a la membresía de la OTAN, organización que se venía expandiendo hacia el este desde los años 90 y que con el nuevo socio cerraría el cerco sobre Rusia.

Estalla una guerra civil entre el gobierno patrocinado por Occidente y las regiones prorrusas del Donbás que, por mediación de la OSCE y de varios países europeos, se congela mediante los llamados acuerdos de Minsk, los cuales se rompen por la parte ucraniana, cuya intención al firmar los tratados de paz no era otra, en declaraciones de Merkel y Hollande de hace un par de años, que ganar tiempo para rearmarse y llevar a cabo una intervención definitiva sobre las provincias rebeldes, donde ocasionaron, según la propia OSCE y Amnistía Internacional, la muerte de más de 5.000 civiles no combatientes.

Toda esta información se oculta a la opinión pública europea, de suerte que cuando en febrero de 2022 las tropas de Moscú entran (ilegalmente) en Ucrania, para la práctica totalidad de aquella, incluyendo a la gran mayoría de la izquierda, estábamos asistiendo a un burdo acto imperialista de Putin que un día se levantó de muy mala leche y le dio por apropiarse de territorio ajeno.

Se monta una campaña de desinformación en Occidente sin precedentes para esconder que quien se aproxima a las fronteras de su oponente es la OTAN y que quien inicia las hostilidades contra la población de origen ruso es el ejecutivo surgido del Maidán, cuyas fuerzas armadas están integradas en buena medida por batallones que, exhibiendo sin complejos simbología nazi, emprenden una auténtica limpieza étnica en los oblast de Donetsk y Lugansk. Tan solo el Papa Francisco, dentro del mundo occidental, describe acertadamente la naturaleza de la tragedia al asegurar que «los ladridos de la OTAN a las puertas de Rusia desencadenaron la ira de Putin».

Cuando ya en plena guerra, fuerzas ucranianas y/o de algún país de la OTAN vuelan los gasoductos Nord Stream 2, aparecen con nitidez los dos objetivos del conflicto: romper los lazos energéticos y económicos entre Rusia y Alemania (y la UE en general) para debilitar a ambos, de manera que el corazón de Europa se convierta en un mercado cautivo para la energía y las armas americanas; y que Rusia entre en una fuerte crisis que propicie la instalación en Moscú de un gobierno estilo Yeltsin que rompa con China y ponga los gigantescos recursos naturales del país euroasiático al servicio de las corporaciones occidentales.

Pero la guerra no está yendo bien para la OTAN y Zelenski, de manera que los americanos, con la mirada estratégica puesta en Pekín, van replegando velas y a los dirigentes de Bruselas, que han quedado con las vergüenzas al aire por los resultados de su servil alineamiento con Biden, les quedan dos opciones: 

Una, reconocer su error, despegarse de la estrategia atlantista y buscar con Putin un acuerdo de paz, seguridad compartida y cooperación económica desde el Atlántico hasta los Urales. 

Otra, fugarse hacia adelante e inventarse que la intención de Moscú es invadir toda Europa (como si pudiera), por lo que no hay otra que armarse hasta los dientes (como si eso sirviera para hacer frente a la primera potencia nuclear) para defender nuestra civilización. Margarita Robles ha llamado a apuntarse a una guerra que ve como inevitable. Y Macron, imbuido de un insufrible complejo napoleónico, ha decidido ya enviar tropas a Ucrania. Este camino, fundado sobre el rearme y un lenguaje agresivo hacia el rival, aunque no conlleve la intención de librar una guerra porque todo el mundo sabe que sería la última, puede terminar desencadenándola. 

Y en esas estamos por mor de unos dirigentes irresponsables, a quienes les falta patriotismo y les sobra ardor guerrero.

Estoy seguro de que este les empujará a ser los primeros, junto a sus hijos y nietos, en marchar hacia el frente para defender los valores de nuestra civilización, esa misma que respalda, abierta o subrepticiamente, el genocidio en Gaza.

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