Opinión | El castillete

El Estado cloaca

Tenemos un problema con una buena parte de los aparatos de Estado, que explica la debilidad crónica de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho

Tribunal Supremo.

Tribunal Supremo. / David Castro / Delegaciones

Con la perspicacia, capacidad analítica y nivel intelectual que caracterizan las manifestaciones de Isabel Díaz Ayuso, esta hizo hace un par de meses, a cuenta de los espionajes ilegales a políticos independentistas y la utilización por parte de Interior de policías corruptos para construir pruebas falsas contra la izquierda, unas declaraciones en las que justificó las irregularidades citadas aduciendo que «el Estado debe utilizar las herramientas adecuadas para protegerse». Se cargó de un plumazo el concepto democrático de Estado, que establece que la misión de este es proteger las libertades, la seguridad y la prosperidad de la ciudadanía. Y sustituye estas funciones por la de defenderse a sí mismo frente a sus enemigos, que son, casualidades de la vida, los mismos que los del Partido Popular.

Ni que decir tiene que se trata de una concepción heredada del franquismo, si sustituimos PP por Movimiento Nacional. Así pues, mientras otros dirigentes de la derecha intentan hacer equilibrios para explicar todas las tropelías que desde el poder se han hecho en este país, la simplicidad de Ayuso desbroza de un plumazo toda la retórica de ocultación de la gravedad de unos hechos.

Porque, siendo cierto que casi la práctica totalidad de los Gobiernos democráticos hacen cosas parecidas a las arriba mencionadas, como asegura la presidenta madrileña, la anomalía española radica en la naturaleza estructural que en nuestro caso presenta la cloaca estatal. Y ello se debe a que cuando finalizó la dictadura, la democracia que la sustituyó se levantó no sobre unos cimientos nuevos y saneados, sino sobre unas conducciones que llevaban demasiada porquería, la cual se filtraba, desde el principio, por todo el edificio recién construido. Militares, policías, jueces y altos funcionarios de la Administración trasladaron su ideología y prácticas a la nueva realidad. Eso se tradujo en las continuas intentonas golpistas, en las dificultades que hubo para que los cuerpos policiales respetaran los derechos humanos, en algunos comportamientos judiciales fuera de lugar y, más adelante, en la asunción, por parte del primer Gobierno socialista, de prácticas ilegales y criminales en la lucha contra el terrorismo, cuya máxima expresión fueron los GAL.

Después vino el continuo bloqueo de la renovación del máximo órgano del Poder Judicial (CGPJ) por parte del PP cada vez que este partido perdía las elecciones, comportamiento claramente anticonstitucional que precisa, para perpetrarse, de una clara complicidad entre la derecha política y la judicial, esta última mayoritaria en el sector. Situación en la que ahora estamos desde hace más de 5 años, y que no puede calificarse de otro modo que de golpe de Estado crónico de las togas, en connivencia con quienes ahora están en la oposición. Pero no crean ustedes que esos ‘jueces okupas’ del CGPJ se amilanan ante la ilegalidad en la que permanecen, procurando mantener una actitud discreta que pase lo más desapercibida posible. Muy al contrario, se muestran ofendidos cuando se les recuerda la ilegitimidad de su posición y exigen, coreados por la reacción mediática y política, que no se cuestione su imparcialidad, no obstante haberse pronunciado políticamente respecto de asuntos, como la ley de amnistía, sobre los que no procedía dictamen alguno, máxime por parte de un órgano al que, además, no debieran pertenecer.

Con todo, las situaciones más escandalosas respecto de la utilización del Estado por parte de la derecha con fines espurios se da ya en los 2000, cuando los gobiernos del PP recurren a policías, jueces y medios de comunicación para perseguir a sus adversarios políticos, fabricando montajes contra Podemos y los independentistas. Hecho que no puede calificarse sino de delictivo, y que nunca podría haberse llevado a cabo sin la existencia de un Estado profundo corrompido e impregnado de una ideología antidemocrática, la misma que la de sus jefes políticos, los cuales han utilizado los recursos públicos para esconder su propia corrupción partidista.

Acontece lo de Cataluña y se dispara el lawfare: el Supremo impone duras penas a los independentistas, a pesar de admitir que en el procés no hubo violencia estructural. Se espía ilegalmente a los líderes catalanes, incluido el presidente de la Generalitat, y cuando se pone en marcha la Ley de Amnistía, algunos jueces y fiscales entran en delirio y retuercen hasta lo indecible el Código Penal: estiman que el infarto que sufre una persona en las proximidades de una protesta independentista es resultado del quehacer terrorista de los manifestantes. Cuando el juez García Castellón (recientemente reconvenido por la Justicia suiza) aclare si se trata de un chiste o de un intento de prevaricación, sabremos a qué atenernos. Terrorismo también se considera el enfrentamiento violento entre quienes protestan y la policía, obviando las consecuencias penales que ello podría tener sobre multitud de conflictos laborales y sociales en los que han tenido lugar duros choques entre manifestantes y fuerzas del orden. Incluso cualquier acto que genere ‘desasosiego’ en una parte de la ciudadanía. Terrorismo, en definitiva, vendría a ser todo, salvo aquellas acciones que se hubieran realizado bajo las banderas de la derecha nacionalista española, independientemente de su grado de violencia. Estamos ante una auténtica aberración jurídica, validada recientemente por el Supremo, que también señala a Puigdemont como terrorista, a pesar de que al huido no se le conocen delitos (o intentos) de asesinato, tortura, secuestro o extorsión, que es lo que el sentido común y la legalidad europea entienden por terrorismo.

El Gobierno progresista, acobardado ante este Estado profundo, niega la existencia de este lawfare, a la par que mantiene una Ley Mordaza que ha permitido a la policía criminalizar, recientemente, a una organización ecologista (Futuro Vegetal). Además, se amortizan de inmediato hechos tan graves como los acaecidos en la valla de Melilla hace dos años, o la deportación irregular de menores inmigrantes, recusada por el propio Supremo.

Concluyendo: tenemos un problema con una buena parte de los aparatos de Estado, que explica la debilidad crónica de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. De cómo lo resolvamos va a depender el futuro de la democracia.

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