Luces de la ciudad
Cría fama y échate a dormir
No discutiré que ser famoso puede ser duro y agotador, pero es algo de lo que la mayoría de los mortales no tenemos que preocuparnos
La otra noche, viendo un partido de futbol, me resultó curioso comprobar que conocía el nombre del árbitro mejor que el de la mayoría de los futbolistas que estaban en el terreno de juego. Algo irrelevante, sin duda, pero, pensando sobre el tema, me vinieron de corrido los apellidos de varios árbitros más, lo que provocó en mí una sorpresa aún mayor. ¿Por qué conocía yo esos nombres si nunca me había fijado en ellos? Quizá, simplemente, fuese un daño colateral por mi afición, que no fanatismo, al balompié. O puede que, tal y como ocurre en otras muchas profesiones con repercusión mediática (para lo bueno o para lo malo), comiencen a rozar el estatus de famosos, o al menos el de personajes públicos. Dos conceptos que Aristóteles diferenciaba con claridad: «el famoso es el que resulta atrayente para un grupo de personas y el personaje público el que es conocido por su trabajo».
Incluso podrían coincidir ambas definiciones en una misma persona. Esa que a lo largo de la historia hemos buscado como referente. Una persona que, por unos motivos u otros, ha despertado en nosotros un interés especial y una gran admiración. Científicos, arquitectos, escritores, músicos, deportistas, cineastas…, personajes públicos y famosos, en algunos casos en contra de su voluntad, que han alcanzado la fama y el prestigio gracias a su trabajo, a su esfuerzo y a sus aportaciones en beneficio de la sociedad en general, a costa, en la mayoría de las ocasiones, de poder llevar a cabo una vida ‘normal’, expuestos continuamente a la atención pública y a la presión constante de las críticas.
Sin embargo, nada nuevo por otro lado, la búsqueda voluntaria y obsesiva de la fama puede confundirnos igual que la noche, y como si fuera un espejismo, hacernos creer en que en ella se encuentra implícito el reconocimiento, el éxito, la influencia o la felicidad. Para comprobarlo, nada más sencillo que fijarnos en ese otro tipo de famosos que, sin oficio ni beneficio, viven del cuento ofreciendo sus vidas privadas y sus continuos escándalos a los programas de cotilleo y a las revistas del corazón. Añadiría incluso en este grupo a aquellos que, a través de las redes sociales y las plataformas digitales, pretenden alcanzar la fama por la vía rápida, generando todo tipo de contenidos con resultados dispares. Vales tanto como seguidores tengas. Y es que, tal y como reflejaba Shakespeare en sus obras, «la búsqueda de la fama puede llevar a una ambición desenfrenada».
No discutiré que ser famoso puede ser duro y agotador, pero es algo de lo que la mayoría de los mortales no tenemos que preocuparnos. Aun así, nosotros (es decir, los otros), cuya fama no alcanza más allá de las paretas de San Diego, como se dice por estos lares, habremos tenido nuestros momentos de gloria, instantes de éxito y reconocimiento familiar, social o profesional, y aunque a veces efímeros, no me esconderé tras la falsa modestia para reconocer que muy agradables y reconstituyentes.
Como los paparazzi siguen sin concentrarse ante la puerta de mi casa, asumo con total naturalidad que, nosotros, los otros, somos más de tener fama que de ser famosos. Una fama, buena o mala, ganada día a día con nuestros actos. Una fama que puede encumbrarnos a lo más alto o acabar para siempre con nuestra reputación. Una fama otorgada por la opinión implacable de la gente. Ya saben aquello de «cría fama y échate a dormir». Por tanto, no seré yo quien se autoadjetive en este artículo, porque para esos menesteres ya están los demás.
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