Pasado a limpio

La desbandá gazatí

No encuentro, pues, calificativo que describa el horror que me producen el relato de La Desbandá y las matanzas ordenadas por Netanyahu en Gaza

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu

El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu / Abir Sultan / EFE

Este mes de febrero se cumplieron 87 años de un episodio de la Guerra Civil conocido como ‘La Desbandá’: la matanza de miles de personas que huían de la ciudad de Málaga cuando fue tomada por las tropas rebeldes en 1937. Unas ciento cincuenta mil personas huyeron de Málaga siguiendo los 200 kilómetros de la carretera de la costa hasta Almería, ensangrentadas, harapientas y famélicas. La aviación, y hasta diecisiete buques rebeldes, bombardearon a los evacuados sin compasión. Dan testimonio del horror el doctor Norman Bethune y sus ayudantes, el escritor T.C. Worsley y H. Sise, que reconvirtieron su unidad móvil de transfusión de sangre en transporte de evacuación de niños; los periodistas Arthur Koestler y Lawrence Fernsworth, de los londinenses News Chronicle y The Times, entre otros corresponsales de guerra; y los fotógrafos Robert Capa y Gerda Taro legaron sus imágenes a la posteridad. El cruel epílogo fue otro bombardeo masivo sobre la ciudad de Almería cuando los supervivientes se hacinaban en sus calles.

Para cerrar el capítulo de indignidades, el farero de Torre del Mar en la Axarquía malacitana, Anselmo Vilar, fue fusilado a los pocos días por apagar el faro que servía de referencia para los bombardeos nocturnos de los buques.

Quienes capitanearon los cruceros Canarias, Baleares y Almirante Cervera, principales actores de la matanza, fueron enterrados en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando. La Asociación de la Memoria Militar Democrática ha pedido la exhumación de sus cuerpos, por considerar que quienes hoy serían considerados criminales de guerra no merecen reposar junto a marinos de la talla de Gravina o Jorge Juan.

Casi 90 años después, como una réplica de aquella infamia, un ejército bombardea selectivamente ciudades, hospitales y carreteras por las que huyen miles de civiles. La impunidad de los asesinos solo encuentra entre las naciones occidentales tímidas protestas que, después de justificar un supuesto derecho de defensa de Israel contra los brutales atentados terroristas de Hamás, parecen dudar si la ley del talión tiene algún límite. El derecho a la venganza que se arroga Netanyahu, cual Abaddón, el ángel exterminador, tiene su antítesis en la Biblia que se lee en Occidente. En el evangelio de San Mateo, Jesús nos pide que perdonemos al ofensor: «No te digo siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Al inicio de los bombardeos sobre el norte de la franja de Gaza, el primer ministro israelí exhortó a sus habitantes a que evacuaran sus hogares y se dirigieran al sur. Como en la destrucción de Sodoma y Gomorra, Lot no debía volver la vista atrás, so pena de convertirse en estatua de sal. Las tropas israelíes no dejaron de ametrallar a los huidos por la carretera que atraviesa el territorio hasta llegar a Rafah, la ciudad fronteriza con Egipto, sobre la que se cierne ahora una nueva noche de los cristales rotos, solo que ahora no son los nazis los asesinos. ¡La Historia como un espejo!

Antes de los ataques terroristas, Netanyahu pretendía reformar las leyes en busca de impunidad frente a los varios casos de corrupción en los que estaba directamente implicado. La Corte Suprema de Israel anuló sus reformas, como también hace años condenó a su propio gobierno a cumplir las Resoluciones de Naciones Unidas, que le requieren el reconocimiento del Estado de Palestina. La guerra parece una huida hacia adelante de Netanyahu, que no tiene más destino que el apocalipsis. En su furia homicida, se prevale, no ya de los poderosos ‘lobbies’ judíos que maniatan al debilitado Biden, sino de un acendrado sentimiento de culpa de las naciones europeas. La alemana, por el holocausto judío durante la II Guerra Mundial; el resto de Europa, por los incontables pogromos que durante siglos hicieron mella entre la población judía. Francia sumó en el oprobio el caso Dreyfus y el colaboracionista régimen de Vichy. En España, la expulsión de los judíos sefarditas y los certificados de limpieza de sangre lastran nuestra historia.

Dudo mucho de que todos mis antepasados pudieran exhibir esa pulcritud del grupo sanguíneo de la fe católica, aunque estoy seguro de que no cuento entre ellos a ningún nazi. Así que puedo proponerte, amable lector, sin ánimo engañoso, ni torcido, una definición para estas ignominias:

Serían ‘genocidio’ si su objeto fuera el exterminio de un conjunto de personas por su raza, ideología, creencias u otras condiciones personales o colectivas. 

Netanyahu responde que es legítima defensa, lo que definiríamos con el galicismo masacre. Con «hecatombe» se referían los griegos al sacrificio ritual de cien bueyes ofrecido a los dioses; tal vez pareciera inhumano rebajar a los palestinos a la condición de ganado, pero un portavoz del ejército israelí ya los calificó de bestias. «Matanza» cuadraría más con un sustantivo netamente castellano. «Pogromo» valdría si las víctimas fueran judías. «Holocausto», en su acepción etimológica, significa «todo quemado». «Aniquilación» y «exterminio» también son definitorios, pero si estuviéramos en los oficios de réquiem, sonaría el ‘Dies irae’, el ‘Día de la ira’, un himno apropiado para este gobernante entregado a la cólera furibunda.

Permíteme lector, que reconozca más humanidad en los licaones, los perros salvajes que en jaurías desmandadas son los depredadores más feroces del continente africano. No encuentro, pues, calificativo que describa el horror que me producen el relato de La Desbandá y las matanzas ordenadas por Netanyahu en Gaza.

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