Luces de la ciudad

Nadie es perfecto

A veces la vida puede resultarnos incomprensible, pero, tal vez, resulte más fácil de entender si asumimos, sin complejos y sin castigarnos por ello, que somos seres defectuosos y vulnerables que no podemos esperar que sea el mundo quien se adapte a nosotros

Timon Studler - Unsplash

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Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Esta mañana, al mirarme en el espejo, me he visto desenfocado. Me pongo las gafas y veo todo a mi alrededor perfectamente nítido, pero me miro de nuevo en el espejo, ahora con las gafas colocadas, y yo sigo desenfocado. Sí, sí, desenfocado, igual que el personaje que interpreta Robin Williams en Desmontando a Harry. Sin embargo, a pesar del parecido visual, no encuentro una simetría entre los motivos de ambos desenfoques. Woody Allen utiliza en su película al personaje desenfocado como una metáfora de la inadaptación de quien se pregunta por el sentido de su existencia (comentan los entendidos), y en mi caso, un básico de fondo de armario (como diría Carmen Lomana) no creo que sea una cuestión de tamaña profundidad, más bien un simple efecto óptico pasajero, al menos eso espero.

Descartada, por tanto, la posibilidad de que la distorsión sea achacable a la presbicia (vista cansada) o el astigmatismo, ni a problemas de existencialismo, solo me queda esperar a que está alteración visual desaparezca. Mientras tanto, mi memoria rescata del olvido un artículo en el que el autor, Alberto Moreno, muestra su profunda admiración por lo casi correcto, por lo levemente torcido, por las personas que se equivocan, por los que tienen mala caligrafía, por los que desafinan cantando el cumpleaños feliz, por las ideas brillantes no concretadas…, y por las fotografías desenfocadas. «Una foto enfocada solo puede ser perfecta - dice Moreno-, pero una desenfocada es infinita, y me declaro fan de todo lo desenfocado». En definitiva, digo yo, un entusiasta de lo imperfecto.

Puede que el subconsciente me esté jugando una mala pasada dejando al descubierto mi lado más deficiente, ese rincón donde habitan las equivocaciones, el desconocimiento, el miedo, las medias verdades, los proyectos inacabados, las dudas…; una realidad cotidiana que ahora se manifiesta distorsionada.

Dicen que la imperfección es la esencia del ser humano, lo que realmente nos diferencia a unos de los otros, y, aun así, sabiéndonos imperfectos y conscientes de que la perfección absoluta no existe, luchamos constantemente contra nuestra propia naturaleza, dejándonos atrapar por las redes del perfeccionismo en un mundo, el actual, donde todo hay que petarlo o no eres nadie. Me niego a sucumbir a ese miedo intenso y desproporcionado a ser imperfecto o incompleto (atelofobia). Lo mejor, sin duda, por más desenfocado que me vea, es intentar descubrir la belleza en la propia imperfección, tal y como proclama ese concepto japonés llamado ‘Wabi Sabi’, cuyo origen se encuentra en las enseñanzas del budismo Zen y que está basado en tres ideas fundamentales: «Nada es perfecto. Nada es permanente. Nada está completo».

A veces, no sé si a todos, la vida puede resultarnos incomprensible, pero, tal vez, resulte más fácil de entender si asumimos, sin complejos y sin castigarnos por ello, que somos seres defectuosos y vulnerables que no podemos esperar que sea el mundo quien se adapte a nosotros.

Quizá, este reflejo de mi imperfección, «mi desenfoque y yo» que, aunque pretencioso por mi parte, bien podría ser el título de una conocida obra de Juan Ramón Jiménez, sea mi estado natural.

Llegado a este punto, fuera de foco todavía, pero consciente de su significado, salgo a la calle dispuesto a comprobar la reacción de los demás ante mi estado desfigurado. Tras un tiempo caminando compruebo que nadie se fija en mí, parezco invisible y, entonces, constato con enorme sorpresa que el resto de personas, todas, también están desenfocadas. En fin, que por más que nos empeñemos, como dice la antológica frase final de Con faldas y a lo loco: «Nadie es perfecto».

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