Noticias del antropoceno

Conocidos en un tren

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

Lo que voy a contar parecerá sacado una escena de Sopa de Ganso. Pongo por testigo a mi querida amiga y persona de reputación intachable, la periodista ya jubilada Carmen Campos Gil para, que acredite su veracidad. Sucedió en el inicio de las vacaciones de Semana Santa del año 1975 y la escena tiene lugar en un vagón de un tren que, partiendo de Alsasua (la estación de facto para viajar a y desde Pamplona) se dirigía a Madrid.

La coincidencia con Carmen en el mismo tren y el mismo día no era casual: ambos estudiábamos Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra y el tren de Madrid era la etapa necesaria para empalmar con otro para Murcia, mi destino final. Carmen estudiaba periodismo por vocación, y yo por imposición de los directores del Opus Dei, que habían decidido impulsar una camada de periodistas de nuevo cuño para defender la visión de la organización fundada por Escrivá de Balaguer en unos momentos críticos por la inminente transición política que se anunciaba en España con la previsible muerte del dictador.

Ya habíamos comentado casualmente que cogeríamos el mismo tren para Madrid y pronto coincidimos Carmen y yo en el pasillo. Lo que no habíamos previsto es que en aquel mismo tren se subió un sacerdote sudamericano que vivía en el mismo Colegio Mayor, con el que, a pesar de esa circunstancia, yo no había cruzado una sola palabra en mi vida, más allá de un saludo formal o un comentario casual. Yo volvía a ‘casa de mis padres’ (esa es la jerga del Opus Dei para referirse a la casa de la familia de, en mi caso, un menor de edad) para pensarme libremente si continuaba en la institución, a pesar de la desagradable confrontación con los directores que esa ‘escapada’ supuso. Por resumir y no darle más vueltas: me convencí de que el cura me lo habían puesto en el tren para intentar controlar mis movimientos. 

Y voy a intentar defender mi aparentemente paranoica certeza por dos razones. Primera, porque creo firmemente en el viejo principio del Manual del Pesimista que me regaló mi amigo Quisco años después: «No porque seas paranoico significa que no vayan a por ti». Y otra, la de más fuerza, porque hace escasamente un año, un viejo amigo (exnumerario también) me contó que a él le asaltaron literalmente en la carretera hacia la estación una pareja de sacerdotes sudamericanos del mismo Colegio Mayor para impedirle que continuara su viaje basado con premisas parecidas.

Por concluir. Ya me había enfrascado en plena conversación con mi amiga Carmen en el relleno donde se juntan dos vagones, cuando ella se acerca a la ventana y me avisa alarmada que el ‘curita’ (no sé por qué, pero todos aquellos sacerdotes latinos eran muy chaparritos) venía directo a nosotros por el pasillo. Dado que un numerario no debía hablar sin acompañamiento con una mujer, y menos una compañera de Facultad, no tuve más remedio que improvisar una jugada de driblado que consistió en una serie de movimientos perfectamente coordinados: arrastré a Carmen de la puerta, me dirigí al pasillo, eché mano a los hombros del cura, maniobré su giro forzado de sentido (mi envergadura en relación a la suya lo facilitó enormemente) y anuncié a voz en grito para que no hubiera dudas: «Ya iba yo para el compartimento». Desde entonces no me dejó a sol y a sombra, hasta que pude despistarlo en Chamartín y despedirme de Carmen, que tomaría otro tren para Murcia. No me importó la espera. Mi destino eran mi casa, mis padres, mi casa y mi libertad.

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