Los dioses deben de estar locos

La vida infame del desterrado

El desterrado que vuelve a su hogar, aunque morisco, tiene mucho de bíblico, comparte rasgos de los profetas y exilados del viejo Israel, aquellos que por las noches cantaban canciones del hogar perdido y vertían lágrimas por sus casas vacías

Sancho se encuentra con el moro Ricote (1880-1883)

Sancho se encuentra con el moro Ricote (1880-1883) / Ricardo Balaca

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

El moro Ricote, antiguo vecino de Sancho, regresa a su patria vestido de peregrino, ocultándose como un criminal. De hecho y según la ley que rige en la España de don Quijote, lo es. Desde 1609 eran muchos los españoles expulsados que no podían volver a su país, porque para quienes gobernaban, la condición de español y la de morisco no eran exactamente compatibles. Ricote acabó vagando por lugares lejanos. Decidido a no consumirse en Argel sin haber intentado recuperar parte de sus bienes, entra en España clandestinamente, piensa en recuperar algunos objetos de valor, ocultados por él antes de emprender la marcha forzosa del destierro. Su hija, la hermosa Ana Félix, no está con él ahora. Regresa solo, oculto entre alemanes que aparentan viajar por motivos piadosos, pero que son de dudosas costumbres en realidad; mezclan un poco de piedad y mucho de picaresca, vagan por los caminos escondiendo en sus ropas unas pocas monedas que escamotear cruzando las fronteras.

El encuentro con Sancho no puede ser más inesperado, ninguno contaba con volver a ver al otro. Sancho ha dejado atrás su breve pero prodigiosa existencia como gobernador de Barataria. Viene de la abundancia pero camina de nuevo hacia la pobreza, cuya existencia le parece más tranquila, menos problemática que la taimada existencia de los ricos, de los cínicos, de los expertos en mil astucias legales, tan cultivados, tan inteligentes, tan envueltos en razones que nadie entiende y que a todos enredan. Sancho es pobre, habla y siente como el viejo Job, que desnudo salió del interior de su madre y desnudo ha de volver a la tierra, la madre universal. Ricote escucha maravillado las aventuras de la ínsula. Han hecho un corrillo con los peregrinos, y en buen amor convidan a Sancho a comer y a beber. Qué difícil es no pensar en el pacífico encuentro con los pastores, al comienzo de sus aventuras, cuando don Quijote pronunció el discurso sobre la edad de oro. Se respira paz, que es el vínculo de unión entre las personas de bien.

El desterrado que vuelve a su hogar, aunque morisco, tiene mucho de bíblico, comparte rasgos de los profetas y exilados del viejo Israel, aquellos que por las noches cantaban canciones del hogar perdido y vertían lágrimas por sus casas vacías, arruinadas o habitadas por extraños que habían rebuscado bajo el suelo, en los rincones o por las paredes, cualquier objeto de valor que los proscritos no hubieran llevado consigo con la esperanza de recuperarlo después. Ricote tiene mucho de esos hombres de antaño, que también, tristemente, son de hoy y de mañana. Su historia y sus penas evocan las del capitán cautivo Ruy Pérez, que contó sus desventuras y su prisión a los reunidos bajo el techo de la famosa posada de Juan Palomeque. Ni moriscos ni cristianos tienen el privilegio exclusivo del dolor. 

En todos los momentos de la Historia encontramos a desgraciados a quienes se les ha privado de su libertad, o expulsados de sus hogares, desprovistos de sus míseras posesiones, separados de sus familias. Ricote casi es un paria, fingiendo ser otro y buscando favores para que cualquiera le traiga a escondidas los objetos de valor que sepultó en cualquier rincón. Es una pobre sombra que busca una madriguera secreta, como las alimañas. Sancho recuerda la marcha de sus vecinos, y las lágrimas que por Ana Félix, tan desdichada como bella, derramaron quienes la querían. Partir al destierro siendo morisco supone suspirar bajo el yugo de los turcos añorando una tierra que, ingrata, ha puesto el estigma de traidor, del enemigo de la fe y del hechicero, en la frente de quienes habían sido hasta entonces pacíficos labradores o sencillos comerciantes. Despiadada España y despiadada Argel, el morisco se convierte en un judío errante al que nadie quiere. Obligado a burlar la ley, propone a Sancho sacar algún beneficio si recuperan juntos el tesoro escondido. Pero el escudero declina hacer cualquier trato con su vecino que suponga entregar o recibir dinero. Teme la justicia del rey, la misma que convierte en galeotes a los pobres diablos. Promete, y ya es mucho, no denunciarlo. Simplemente deja que siga su camino. La historia cuenta que se despidieron como amigos, acompañando sus buenas palabras con un adiós sincero; que hubo un abrazo, y que después, cada cual se marchó por su lado. Nadie miró atrás.

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