Dulce jueves

La chica de Tokio

¿Debemos aceptar que la inteligencia artificial cambie nuestra manera de entender la vida? Ese es para mí el peligro

Fotograma del vídeo generado mediante 'Sora', herramienta de inteligencia artificial

Fotograma del vídeo generado mediante 'Sora', herramienta de inteligencia artificial / OpenAI

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

El profesor de Producción Audiovisual llegó el viernes con la noticia: un nuevo sistema de inteligencia artificial creado por ‘OpenAI’ es capaz de generar vídeos a partir de texto. Escribes lo que quieres ver y, a partir de la nada, aparecen imágenes que simulan el mundo físico con tanta perfección y complejidad que muy pronto será imposible diferenciar lo artificial de lo real. Mientras nos mostraba el invento, y tras arrancarnos exclamaciones de asombro, el profesor se acarició la perilla y concluyó: «Toca ir de la mano de la inteligencia artificial». El colega especialista en Humanidades no lo tenía tan claro. ¿De la mano hacia dónde? Zanjó el asunto el profesor de Tecnología III por el lado del optimismo: «Hacia las historias, los mitos, las humanidades, la intuición, el arte, la creatividad...». Yo estuve a punto de añadir: «Y hacia el fin de los tiempos», pero me callé. Imagino que situaciones como esta se habrán vivido en las redacciones de los periódicos y las televisiones, las productoras de cine, los gabinetes de psiquiatras y psicólogos, los laboratorios, los despachos de los asesores políticos y en los cuarteles, entre legisladores y juristas. En todas partes. Incluso en el cielo, donde andarán buscando al dios de la máquina.

Al día siguiente, si abrías el periódico, encontrabas a una mujer bella y elegante, con chaqueta de cuero, vestido largo rojo y botas negras, caminando poderosa por una calle de Tokio entre luces de neón reflejadas en el asfalto mojado, aunque ni ella era una mujer ni la ciudad era Tokio, pero no importaba, porque la escena era fascinante, como un mito, y ella estaba tan viva que parecía atravesar las páginas para continuar con su paseo frío y ondulante entre los escombros del hospital de Jan Yunis, al sur de la Franja de Gaza, junto a una pareja de soldados israelíes que, distraídos mientras se hacen un selfie, no se percatan de esa presencia artificial que parecía seguir avanzando hacia las calles de Moscú donde la gente deposita flores en recuerdo de Navalni, y así, página tras página, recorriendo como un fantasma majestuoso los despojos del mundo real. No sé si habrá algún término medio entre la fascinación y el terror cuando imaginamos el mundo que llega, donde, como se ha dicho, «la verdad tiene poco futuro».

Durante un tiempo nos hemos engañado pensando que la inteligencia artificial era un oxímoron, que la máquina ni piensa, ni siente, ni crea. Ahora sabemos que si no lo hace ya, pronto lo hará, y lo hará mejor que el ser humano en cierto sentido. Y llegará el día en que ignoraremos de dónde procede su pensamiento. Será el vacío absoluto. Estamos entrando en una nueva era cuyo desafío es cómo convivir con la máquina. Ir de su mano es aceptar su dominio, resignarse a la forma en que la máquina hace las cosas. ¿Debemos aceptar que la inteligencia artificial cambie nuestra manera de entender la vida? Ese es para mí el peligro. Porque hay una diferencia fundamental entre el ser humano y la máquina. Mientras que el ser humano crea mundos imaginarios, la máquina crea mundos inexistentes. La chica de Tokio es tan terrible que ni siquiera le han puesto nombre.

Suscríbete para seguir leyendo