La Feliz Gobernación

Un tractor para ser feliz

Dos tractores cortan la carretera.

Dos tractores cortan la carretera. / Enrique Soler

Ángel Montiel

Ángel Montiel

Mi abuelo era refractario al siglo XX, y por eso no consintió nunca en que sus tierras las labrara un tractor o que a su huerto entrara un motocultor (lo que se llamaba ‘la mula mecánica’). Menos aún aceptó que viniera la cosechadora a cortar el trigo, con lo fácil y rápido que resultaba, y ahí me ven a mí, en las pausas escolares, con la hoz en mano tratando de alcanzar el tajo de un grupo de experimentados segadores. El campo, como lo habíamos conocido, se hizo intratable cuando empezó la mecanización. Se acabaron las ayudas de intercambio. Los propietarios de las tierras vecinas ya no venían a echar una mano a las nuestras, pues no nos necesitaban para las suyas, y es que la mano de obra había sido sustituida por extraños vehículos motorizados que cumplían con casi todas las tareas, especialmente las más duras. 

El Tío Ángel el Rojo (rojo por pelirrojo, no crean que por otra cosa) amaba la tierra, y eso significaba tocarla, acariciarla, moverla con las propias manos ayudado con herramientas del tiempo de los romanos. Nunca quiso subir a un coche para trasladarse a la ciudad; menos iba a querer que un tractor se ocupara de sus bancales. El carro tirado por una mula era de la mejor utilidad para trasladar los frutos y hortalizas a la lonja, y la bicicleta para acarrear conejos y gallinas al mercado. La concesión la hacía con los cerdos, a los que se solían llevar en motocarro, pero por un camino tan precario, tan poco rodado, que los niños salíamos detrás del vehículo con la secreta esperanza de que volcara. 

Mi abuelo, si lo pienso hoy, era un ecologista radical sin saberlo. No soportaba la ciudad: «Allí solo hay gandules», pues gandul era todo aquel que no doblaba el lomo. Ni los electrodomésticos: «Donde esté la leña que se quiten la electricidad y el butano». Ni, ya digo, los tractores: «No quiero que mis tierras echen peste a gasolina». Ni, cuando llegó, la televisión: «Eso que sale ahí no existe». Por supuesto, nunca creyó que alguien hubiera subido a la luna, y su más consolidada convicción era el ‘peligro amarillo’: «Los chinos son millones y pronto invadirán la tierra». Avanzó la globalización. 

Pero el mundo no comprendía a mi abuelo. Y hoy los agricultores se pasean en tractor. Juguete que, por cierto y como se deduce, nunca me trajeron los Reyes. 

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