La mirada del lúculo

Aparta de mí ese recetario

Abundan los libros prescindibles de cocina con fórmulas plagiadas de platos jamás testados, que no aportan teoría o documentan técnicas, ni siquiera ofrecen lecturas placenteras 

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Me gustan los libros de cocina, en la medida que me gustan los libros. No sucede lo mismo con los simples y vulgares recetarios; los únicos que manejo están sujetos a una teoría gastronómica más o menos potable y suelen ser más viejos que yo. El resto, con algunas excepciones, me limito a hojearlos cuando me inspiran curiosidad y hay otros, cientos de ellos, casi todos contemporáneos, que ni siquiera deberían publicarse porque apenas aportan nada salvo abundar en la ignorancia de quienes los escriben, la ingenuidad de quienes los compran y el sentido de la oportunidad comercial de cada momento. En cualquier caso, ni unos ni otros tienen una aplicación práctica: los de recetas famosas del pasado reproducidas en ediciones facsímiles con grabados de la época pueden resultar evocadores o entretenidos, pero requieren armarse de valor y de imaginación para poder interpretarlos según los tiempos que corren. Los otros, ajenos por lo general a cualquier concepto ponderado, tienden a ser insustanciales y prescindibles existiendo como existe un repertorio inacabable en Google de recetas asépticas para salir del paso en la cocina. Pero resulta que cualquier influencer de chichinabo cuenta con un recetario, dudosamente testado ante los fogones, que reclama berzotas que compran el libro para regalárselo a alguien por cumpleaños o compromiso. El que recibe el regalo lo coloca en una estantería y procura no prestarle demasiada atención. Una vez culminado el proceso, es lo mejor que puede hacer con él. Quiero salvar del incendio el hueco esencial que dedica Niki Segnit a las recetas en sus libros; a Samin Nosrat, y a Yotam Ottolenghi, por poner tres ejemplos destacados de divulgación culinaria. Hay también otros libros que circulan por ahí con platos correctamente testados de ciertos cocineros que merecen la pena. Para hablar de biblias del pasado no tengo tiempo y las verdaderamente interesantes tampoco es que vengan a cuento.

El libro de recetas tiene que ser algo más que el resultado de una colección de plagios o el objeto de una simple consulta ocasional que te puede llevar a buen puerto, o también al naufragio en la cocina, dependiendo del rigor del que transcribe las fórmulas coquinarias. La historia de la comida se pierde no solamente con las medidas y los ingredientes, sino cuando descuidamos la propia historia del lenguaje. Para cualquiera que busque los verdaderos orígenes de un alimento o plato en particular, el origen de los nombres de las cosas puede ser uno de los métodos de investigación más fructíferos. Decirnos no solo cómo se clasificó un alimento en particular, sino también cómo se relaciona con otros y las técnicas de cocina aplicables. 

Ahí está el ejemplo Niki Segnit. El lenguaje nos dice que la parrilla ha sido una constante en la vida desde la época romana. Proviene del latín craticulum, que significa utensilio en forma de celosía, mientras que otras tecnologías, alguna vez relacionadas, han desaparecido junto con las palabras que las describían. La posible desventaja de depender demasiado de las recetas clásicas para contar la historia de los alimentos es que no siempre son un reflejo fiel de lo que la gente realmente comía o cuándo lo comía. Cuando una receta se codifica en papel, es posible que haya sido cocinada durante décadas y transmitida en las cocinas de cocinero a cocinero. O, el problema opuesto, es posible que nunca se haya cocinado. Si los escritores de cocina del pasado se parecieran en algo a los chefs famosos de hoy, muchas recetas habrían sido creaciones ficticias para llenar páginas.

Hay que remontarse siglos y siglos en todo ello. Las recetas más antiguas conocidas se encontraron en tablillas cuneiformes de Babilonia que datan alrededor del 1600 a.C. También sobreviven recetas del Antiguo Egipto, Grecia, China y Persia, con un libro de cocina aún más o menos completo del mundo romano clásico, De re Coquinaria, atribuido a Marco Gavio Apicio. Sin embargo, durante centurias, la mayoría de la gente no sabía leer y escribir instrucciones de cocina. Los nuevos cocineros adquirieron conocimientos observando a amigos y familiares más experimentados en el trabajo, pegados a los fogones o alrededor del fuego, mirando, escuchando y probando. Las recetas, como formato y género, no florecieron realmente hasta el siglo XVIII, con el surgimiento de una alfabetización generalizada. Hoy en día, con tanto aficionado que se las da de gastrónomo, no se puede decir que sirvan del todo para documentar técnicas de cocina, ni siquiera para brindar una lectura placentera. 

Tampoco satisfacen con garantías el objetivo supuestamente más importante de replicabilidad, y que cualquier cocinero pueda reproducir uno de los platos impresos en el futuro. 

Afortunadamente, toda esa memoria sobre el clasicismo culinario ya la tenemos documentada y a los grandes creadores actuales parece importarles más las urgencias del presente que una posteridad gloriosa.

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