Todo por escrito

Nadie quiere a Savater

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Fue deprimente no encontrar a Savater en la contraportada de El País el sábado pasado. Sus columnas incendiarias (otras tiernas, melancólicas o épicas) eran, de lejos, lo más divertido del periódico. La dirección argumenta que «la pérdida de un solo columnista no pone en riesgo la pluralidad del periódico». Claro, claro. Al fin y al cabo, ¿qué diferencia hay entre la pluma de Savater y la de la directora del periódico, Pepa Bueno? ¿Quizá una trayectoria de medio siglo en el oficio de argumentar ideas y darle a la tecla? ¡Bah! Nimiedades.

Muchas veces, la única manera de silenciar a las personas independientes y libres -las que resultan incómodas porque verbalizan lo que muchos piensan y nadie se atreve a decir- es ponerlas de patitas en la calle. En los periódicos y en cualquier empresa: muerto el perro, se acabó la rabia. Sin embargo, la verdadera razón de este tipo de despidos es amedrentar a los empleados que se quedan: hacerles conscientes de que la espada de Damocles rebanará sus pescuezos ante cualquier atisbo de disidencia.

Porque no nos engañemos, el cese de Savater es un aviso para navegantes: la manera más efectiva de recordar a la plantilla del medio que son meros paniaguados al servicio de una línea editorial que va dando bandazos, conforme a los caprichos de Puigdemont. Insisto, esto no solo pasa en El País, sucede en cualquier empresa. Pero la exigencia de sumisión en un periódico que se autodenomina ‘plural’ resulta, cuando menos, paradójica. 

En cuanto se conoció el despido de Savater, me aposté con mi compañero a que adivinaba el nombre de su sustituto. Gané la apuesta. El motivo: soy lectora habitual del periódico y la elegida (una gran periodista, dicho sea de paso), era la opción más ‘woke’ y políticamente correcta. A El País se le podrá acusar de muchas cosas, pero no de no saber leer el ‘Zeitgeist’ o espíritu de nuestro tiempo.

Hay dos tipos de columnistas o escritores: los que quieren ser amados y a los que se las trae floja el amor de los demás. Un ejemplo de los primeros: el reconocido periodista y escritor murciano Carlos del Amor. Siempre que veo uno de sus reportajes de autor por la tele no puedo evitar imaginármelo diciendo: «Hola, soy Carlos del Amor. Por favor, quiéreme». Es entrañable.

Luego están los autores suicidas que se niegan a caer «en el infierno de los demás»-como lo denominó Ayn Rand- y se empeñan en ser fieles a sí mismos, aunque esto les suponga ganarse la antipatía de todo quisque. Puede que no compartamos sus ideas y hasta que nos caigan mal, pero las pocas personas que seguimos comprando periódicos, lo hacemos para leerlos a ellos. Había que decirlo.