La mirada del lúculo

Mamá Sostenible en el kilómetro cero

Waters explicaba que con el ‘slow food’ cada cual tiene el poder de priorizar y fomentar la defensa de la biodiversidad, la estacionalidad, la administración y la gestión

Alice Waters

Alice Waters / Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Cuántas veces habremos escuchado decir eso de «somos lo que comemos». La frase hace tiempo que es recurrente en la alimentación, pero últimamente se repite cuando la conversación gira en torno a eso que llaman ‘sostenibilidad’. De «somos lo que comemos» ha hecho un reclamo popular Alice Waters, que en la década de los 70 del siglo pasado empezó a revolucionar la cocina en Estados Unidos. Autora de unos cuantos libros fundamentales, We Are What We Eat: A Slow Food Manifesto es un apasionado alegato por una reconsideración radical de la forma en que todos y cada uno de nosotros cocinamos y de los alimentos que consumimos.

Waters ha animado en todo momento a asumir una cultura de la comida lenta. Cuando abrió Chez Panisse en Berkeley (California) por primera vez en 1971, lo hizo con la intención de alimentar a sus clientes como es debido durante una época marcada por la agitación política. Los comensales respondieron formidablemente a los ingredientes orgánicos de origen local, el producto del kilómetro cero, como dicen algunos, a los platos sencillos y a la acogedora hospitalidad que infundía su pequeño restaurante. Era una especie de retorno a las cualidades humanas que estaban desapareciendo de un país cada vez más seducido por el ‘take away’, las cenas congeladas y los ingredientes preenvasados. Waters se dio cuenta de que el fenómeno de la comida rápida, que priorizaba el bajo coste, la disponibilidad y la urgencia, no solo estaba arruinando la salud de los americanos, sino también deshumanizando la forma en que vivían y se relacionaban unos con otros. A lo largo de años de cooperación con agricultores locales, Waters y sus socios aprendieron cómo la geografía y las fluctuaciones estacionales afectan a los ingredientes de cualquier dieta, así como los peligros de los pesticidas, la difícil situación de los campesinos y las amenazas sociales, económicas y ambientales que plantean la agricultura industrial y la distribución de alimentos. Muchos de los graves problemas a los que nos seguimos enfrentando en la actualidad, desde las enfermedades al malestar social, la desigualdad económica y la degradación ambiental, están todos, en esencia, relacionados con los alimentos. Afortunadamente existe un antídoto. Waters explicaba que con el ‘slow food’ cada cual tiene el poder de priorizar y fomentar la defensa de la biodiversidad, la estacionalidad, la administración y la gestión. La agricultura, para Alice Waters forma parte de la naturaleza humana.

Pronto se convertiría en la chef más influyente de la costa oeste de Estados Unidos. Lideró una revolución que fue expandiéndose. Mientras las cocinas más importantes del globo se regían aún por la moda francesa, con sus salsas y mantequillas, Waters puso el foco en las huertas, y en lo que la tierra pudiera dar. En la actualidad existe con su nombre una fundación que lleva comida e ingredientes orgánicos a los colegios públicos, en la idea de que la alimentación y la gastronomía deben inculcarse desde la propia enseñanza.

Evidentemente, no fue lo mismo predicar con la comida lenta en Estados Unidos de los años setenta que hacerlo dentro del movimiento que se impuso una década después de la mano de Carlo Petrini en Italia, ya que en la Europa meridional la preocupación por el ‘fast food’ llegó mucho más tarde, o no se originó de la misma manera que al otro lado del océano. En el caso de España, puede que fuese solo apenas hace unos años con las prisas urbanas donde se haya producido de manera paradójica la aspiración ‘foodie’ al mismo tiempo que la pereza culinaria en los hogares donde solo se cocina ya muy de vez en cuando. Cada vez que oigo hablar de sostenibilidad alimentaria no tengo más remedio que acordarme de Waters, que en abril será ya una dama octogenaria. Mamá Sostenible pasará a ser Abuela Sostenible.

A veces hay que hacerse la pregunta de qué separa a un escritor gastronómico de alguien que simplemente escribe sobre comida. Hay algo en las dos formas de verlo que sugiere un descenso de categoría de género. Como si el simple acto de comer resultara demasiado frívolo para ser digno de meditaciones serias. Con los primeros tratados de cocina de la Antigua Grecia, a Arquéstrato lo desdeñaron los estudiosos posteriores de su obra por atreverse a imaginar que juntar un índice de placeres culinarios incluía también sentar las bases de alguna ciencia que mejorase la existencia humana. Siempre hay quienes están dispuestos a quejarse cuando los escritores gastronómicos contemporáneos se desvían de la simple celebración de los sabores para profundizar en los problemas más amplios que plantea la alimentación y que rodean el desfile de platos hasta nuestras mesas: la explotación laboral, el abuso en los sacrificios de los animales, el cambio climático, la homogeneización de las cocinas y culturas bajo la globalización, o las injusticias sistémicas que permiten que millones de personas pasen hambre cada año. La sostenibilidad, en resumen. La alimentación no debería ser política, insisten los detractores y, sin embargo, es parte de la discusión social. Acercarse a ella reconsiderando los planteamientos de Alice Waters, creo, no es mala forma de empezar el año. La comida nos une. 

Tengamos el festín en paz.

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