Luces de la ciudad
Mi mundo es otro
Con la aparición de sus Majestades los Reyes Magos en el último acto, la función acaba. Cae el telón. El periodo navideño ha finalizado. Y ahora, ¿qué?
«Anda jaleo, jaleo / ya se acabó el alboroto / y vamos al tiroteo / y vamos al tiroteo», cantaba La Argentinita en 1931 acompañada al piano por Federico García Lorca. Canción popular que extrapolada al momento actual, bien podría aplicarse al final de la Navidad, ese espacio ajetreado comprendido para la mayoría de nosotros entre Nochebuena y Reyes; y el regreso de nuevo a la rutina: a las guerras que no cesaron durante estos días; a la crispación política; a la cuesta de enero con las subidas de la luz, el gas, las telecomunicaciones…; a la vuelta al trabajo para quien haya tenido vacaciones, a los virus respiratorios y, por supuesto, a las dietas para aliviar los excesos acumulados en estas fechas. ¿Cuántos se preguntarán por qué la vida es tan cruel? ¿Por qué los mantecados y los torreznos no son bajos en calorías o mejor aún, adelgazantes?
Y ya, metidos en materia gastronómica, tengo que admitir, sin ánimo de herir sensibilidad alguna, que la Navidad me recuerda a las migas de harina que tradicionalmente se hacen en mi ciudad natal, Lorca, pero solo los días de lluvia. Si no llueve, no hay migas. Imaginen el tiempo que hace que no las pruebo. El caso es que me resulta inevitable encontrar cierto paralelismo entre esta vieja costumbre culinaria y las fiestas navideñas, en las que sufrimos un ataque de buenismo general, aunque solo sea por unos días (cuando llueve), y mostramos nuestros mejores deseos de paz, felicidad y amor, hacia y para el prójimo, a través del bombardeo masivo de mensajes y vídeos completamente impersonales, la mayoría de ellos con el marchamo de ‘reenviado’, sobre tenores y coros cantando villancicos, idílicos paisajes nevados o impresionantes iluminaciones navideñas. Imposible omitir una referencia a una de las obras maestras del cine español, Plácido, de García Berlanga, y a aquellas señoras ociosas de la burguesía de una pequeña ciudad de provincias que, en un acto de falsa caridad, se les ocurre organizar una campaña navideña cuyo lema es: «Siente a un pobre a su mesa». Crítica mordaz del cineasta valenciano a la campaña ideada por el régimen franquista con el mismo lema allá por los años cincuenta.
Después, llega el cambio de año. Explosivo y luminoso. Alegría y jolgorio. Campanadas y uvas. Más felicitaciones y nuevos deseos para los demás, en esta ocasión centrados en la salud, la suerte y la prosperidad para el año entrante. Un año en el que, al parecer, las predicciones realizadas por Nostradamus en 1555 y otras más recientes de la llamada Nostradamus de los Balcanes, la vidente Baba Vanga, fallecida en 1996, no son precisamente halagüeñas: inundaciones, tsunami en el continente asiático, terremoto en Estados Unidos, crisis económica internacional y un combate naval con China como posible protagonista. Pero no todos los vaticinios son tan trágicos, también auguran un nuevo Papa, cambios inesperados en el trono británico y, sobre todo, un gran avance médico que permitirá la cura del sida y del cáncer. Un soplo de esperanza.
Con la aparición de sus Majestades los Reyes Magos en el último acto, la función acaba. Cae el telón. El periodo navideño ha finalizado. Y ahora, ¿qué? ¿Ya no se comen migas? Pues no. Ahora, ese despliegue de sentimientos empáticos y solidarios exhibido durante estos días se guarda a buen recaudo junto a la sartén, el aceite y la harina, hasta que vuelva a llover otra vez, hasta la Navidad siguiente. Nuestras conciencias deben estar agotadas y necesitarán descansar. Entramos entonces en otra fase existencial en la que, como cantaba la incomparable María Jiménez, ahora ya, mi mundo es otro.
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