El castillete

La izquierda, entre la ruptura y la tibieza

Irene Montero

PI STUDIO

José Haro Hernández

José Haro Hernández

En el Manifiesto Comunista (con perdón) Karl Marx escribe que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases. No vivió lo suficiente como para comprobar que la historia de la izquierda, que en muy buena parte él contribuyó a fundar, ha sido desde entonces la crónica de una sucesión continua y permanente de enfrentamientos internos que han llevado a la cronificación de la escisión, más o menos traumática, de las organizaciones que se han ido configurando en el último siglo y medio. De cada partido constituido surgían, cual si de una ameba se tratara, otros que se disputaban con aquél la condición de depositarios de las esencias ideológicas. En cada coalición formalizada no tardaban en aparecer los conflictos, hasta que aquélla terminaba saltando por los aires.

El último episodio de este historial de desgarros es el que concierne a Sumar y a Podemos. Su separación, hasta el punto de que la organización que fundara Pablo Iglesias abandona el grupo parlamentario capitaneado por Yolanda Díaz para refugiarse en el mixto del Congreso, ha sido el epílogo de una sucesión de desencuentros, traducida en una hostilidad pública y creciente, entre los liderazgos de ambas organizaciones. En este caso, considero que las discrepancias políticas de fondo comienzan a brotar a partir del enfrentamiento personal y de la pugna entre unos aparatos partidarios que se dan codazos por ocupar la centralidad del espacio de la izquierda alternativa. A lo largo del tiempo, las diferencias de programa y de orientación política siempre habían estado en el origen de las peleas entre líderes, que finalmente se saldaban con el portazo de alguien. A la inversa de lo que ha ocurrido ahora. Es decir, y a riesgo de simplificar en exceso, la confrontación entre egos y el afán por sobrevivir de los andamiajes construidos en torno a las cúpulas, han impulsado la fabricación de unos relatos fundados en la aparición, casi por generación espontánea, de desacuerdos en relación a la estrategia política a seguir, fundamentalmente en lo tocante a las relaciones con el PSOE.

Porque es muy cierto que ambos mundos mantenían una coincidencia de fondo, en lo que hace a la presencia en el gobierno de Sánchez, hasta que se convocaron elecciones. Los dos levantaron la voz ante el parón conservador que protagonizó el sector socialista en el último tramo de la legislatura. Y aunque Ione Belarra e Irene Montero lo hicieron con más vehemencia, todo el mundo permaneció firmemente asido a los sillones de un ejecutivo del que no emanaban soluciones reales ante la subida espectacular de la cesta de la compra y las hipotecas. Respaldaron unidas una Ley de Vivienda que nacía tarde y coja por manifiestamente insuficiente, como antes habían votado juntas una reforma laboral que se dejaba en el tintero asuntos esenciales, como el coste del despido, para el movimiento obrero. También compartieron sentido del voto ante unos presupuestos que incrementaban el gasto militar, por la puerta de atrás, exponencialmente.

Los acontecimientos se precipitan, y con ello el énfasis en la existencia de proyectos políticos divergentes, cuando se cierra el paso a la presencia de Irene Montero en el nuevo gobierno. En ese momento, Podemos se desmarca de Sumar y se constituye, o así lo pretende, en el referente de la izquierda rupturista frente a la subalternidad que sus hasta ahora compañeros estarían mostrando frente a un PSOE definitivamente alineado en el socialliberalismo atlantista. En resumen, el órgano ha creado la función, y no al revés. De la disputa orgánica/personal ha surgido un proyecto político a la izquierda de Sumar, por mucho que cuatro meses antes los de Iglesias no tuvieran inconveniente alguno en formar parte de la coalición impulsada por la ministra de Trabajo.

En el origen de todo esto entiendo que hay actitudes erróneas por ambas partes. Sumar, en mi opinión, no arropó lo suficiente a Podemos cuando este partido sufría un acoso judicial, político y mediático sin precedentes en la historia de este país. Faltó solidaridad hacia quienes experimentaron una persecución que llegó hasta lo físico. También se ha echado en falta un reconocimiento hacia el papel determinante que un colectivo ha representado en la historia de la izquierda de este país: al fin y al cabo, si Yolanda Díaz o Alberto Garzón han sido ministros, ello se debió a la pujanza electoral de la fuerza política surgida del 15M.

Por parte de este partido, su error inicial radica en el nombramiento cesarista de Yolanda como heredera política de Pablo Iglesias. Y continúa en la búsqueda obsesiva de un protagonismo en el espacio de la izquierda que en realidad se diluía con el paso del tiempo, de la mano del creciente prestigio de la política gallega y de otros liderazgos territoriales emergentes. El enrocamiento de quienes se sienten maltratados por el enemigo y ninguneados por sus camaradas, con el consiguiente refugio en el legado y en las siglas propias, constituyen el corolario lógico de este estado de cosas.

Con todo, hay una lectura positiva de esta enésima fractura de la izquierda, que siempre es destructiva por cuanto conlleva el debilitamiento de toda ella: el acoplamiento a las políticas del PSOE que exhibió Unidas Podemos en el último período parlamentario, y que ahora prosigue Sumar, tendrá más elementos de corrección por parte de una fuerza política que ha hecho de su necesidad (de sobrevivir) virtud. En estos tiempos de motosierras, la izquierda no se puede permitir la ruptura. Pero menos, si cabe, la tibieza en la forma de gobernar que poco cambia la vida de la gente. Y que, por ello, trae a los monstruos.

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