Luces de la ciudad

Ni las siento, ni las padezco

Me resulta difícil entender, lo siento, qué nos lleva a abrirnos en canal de esta forma ante el resto del mundo. ¿La necesidad de agradar a los demás, de demostrar que somos mejores, de exhibir el éxito profesional…?

Fotografía de Dole / Unsplash

Fotografía de Dole / Unsplash

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Mientras tomo un café, dos mujeres jóvenes entran en la cafetería y se sientan en la mesa de al lado. El volumen de sus voces consigue que su conversación, sobre un viaje cercano en el tiempo, llegue con nitidez hasta mí. «Mira, acabo de subir las fotos», le dice una a la otra ofreciéndole su móvil. La amiga observa con detenimiento las fotografías y las comenta con halagos a las distintas poses, expresiones faciales y vestuario de su compañera, pero ni una referencia a la ciudad visitada. Nada extraño, por otro lado, sin embargo, una última reflexión sobre una de las instantáneas: «en esta, besándote a ti misma en el espejo del hotel, estás fantástica», despertó mi interés. ¿Realmente alguien puede fotografiarse besándose a sí misma, aunque sea con un espejo de por medio? La respuesta inmediata de mi cerebro fue recordar al joven y bello Narciso que, según la mitología griega, castigado por los dioses por su vanidad y egoísmo, se enamoró de su propia imagen al verse reflejado en un lago, y murió ahogado al intentar besarla y poseerla.

Algo tan habitual como escuchar una conversación sobre contenidos subidos a las redes sociales no debería ser motivo de preocupación, y en realidad no lo es, aunque sí lo sean los comportamientos narcisistas que se esconden tras ella.

Para Michel Onfray, el filósofo más popular, mediático y prolífico de la Francia del siglo XXI: «el mayor problema de la sociedad actual es el narcisismo». Y continua: «delante de las pirámides de Luxor o del Coliseo romano, por ejemplo, he visto gente con palos selfi haciendo innumerables muecas y posturas. Es decir, la prueba de la existencia de estos monumentos soy yo mismo delante de ellos, así que la foto no está ahí para mostrar una obra de arte, sino para demostrar que somos el centro del mundo, y que las obras de arte son nuestro telón de fondo».

Pero al margen de esta relación directa con el arte, las redes sociales van más allá. Y uno de estos destinos es, precisamente, la especialización en revelar nuestras vidas, más o menos reales, a través de todo tipo de imágenes.

Reconozco que en esto de las redes sociales soy un verdadero troglodita, es decir, que ni las entiendo, ni las domino y, por tanto, tampoco las utilizo (salvo WhatsApp). Pero incluso así, sin tener cuentas en Facebook, Instagram o TikTok, simplemente con dedicar un mínimo de tiempo a observar los perfiles de mis contactos, precisamente en WhatsApp, sería suficiente para adivinar, sin demasiado esfuerzo: el último viaje realizado, una paternidad o abuelez reciente, la última fiesta celebrada, la comida favorita, el estado anímico o el deporte que practican.

Me resulta difícil entender, lo siento, qué nos lleva a abrirnos en canal de esta forma ante el resto del mundo. ¿La necesidad de agradar a los demás, de demostrar que somos mejores, de exhibir el éxito profesional…? En realidad, simplemente se trata de complacer nuestro ego.

Puro postureo. El periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano afirmaba que «vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido». Pero como todo, también las redes sociales tienen sus cosas buenas y sus cosas malas, y lógicamente, no soy ajeno a su existencia, sin embargo, sí que me siento completamente excluido de ellas y, por tanto, afortunadamente para mí, ni las siento ni las padezco.

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