La mirada del lúculo

Alta temperatura en el plato

La sopa es probablemente la comida cocinada más antigua del mundo, después del asado de carne, y los restaurantes, y no digamos los llamados gastronómicos, no suelen hacerle demasiado caso

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Las sopas que se comen en el mundo sirven para calibrar las temperaturas del lugar, también el carácter de los lugareños. En el país de la minestrone, Italia, sin embargo, la que más me gusta es la stracciatella o sopa de huevo romana. El caldo, de pollo, se pone a fuego lento en una olla mediana. En un cuenco se baten huevos, con un pellizco de sal, la pimienta, el parmesano y el perejil. Todo ello se vierte con cuidado en un hilillo mientras se remueve cuidadosamente con un tenedor, teniendo la preocupación de que los huevos se conviertan en los jirones (stracci) que dan nombre a la sopa. Se cocina durante medio minuto, no más, y se sirve, añadiendo parmesano. Los griegos tienen una variante clásica que se llama ‘avgolemono’ y que incluye limón. Sin saber que se llamaba stracciatella, comí de niño una variante que cocinaba mi madre que también era algo cítrica y a la que añadía, además, los hilos de la carne de la gallina del caldo.

La gran diferencia entre las sopas meridionales y las de la Europa del Norte es que las primeras son ligeras y caldosas, mientras que las segundas resultan pesadas y gruesas, partiendo de la base de que se interpretan como plato único, no un simple acondicionamiento del estómago. Por ejemplo, la bramboracka es una sopa de patata y verduras tan espesa como los taxistas de la propia Praga cuando se trata de aplicarle la tarifa al visitante. La comí más de una vez en el histórico café Slavia: rebosaba de repollo y tenía la temperatura del averno. Era octubre y fuera hacía ya un frío paralizante, de manera que uno compensaba lo otro. Me zambullí en la sopa mientras intentaba penetrar a través de los cristales en la oscuridad del Moldava. Por sus orillas, y con la luz mortecina de las farolas, apenas se veía deambular a gente y los que lo hacían eran como si los persiguiese el mismísimo diablo. Cualquiera que haya viajado por esos mundos sabe que en Chequia, al igual que en Polonia y otros países de la Europa central, la sopa no tiene nada que ver con nuestros potajes mediterráneos, ligeros y asociados al recuerdo de la ternura materna. En España, Italia o Francia se sorbe discretamente y sin meter ruido el caldo de la cuchara y el efecto puede ser el de magdalena de Proust. Una vez testado el perfume del recuerdo, se pasa al segundo plato. La memoria involuntaria ya está servida.

Alguien habló de la lógica transición del agua hirviendo al agua hirviendo con algo dentro. Cualquier cosa. Un hueso, unas hierbas aromáticas, una zanahoria, una cebolla o incluso, si se trata de Alaska y de Charles Chaplin en La quimera del oro, una suela de zapato. Una de las sopas portuguesas más populares proviene de la leyenda de la piedra que el peregrino ofrecía a su llegada a los pueblos con el fin de que los lugareños aportasen el resto de los ingredientes. Con el tiempo, las mesas finas acabarían imponiendo los consomés; las veloutés, de consistencia ligada y untuosa, y las bisques, coulis de crustáceos aromatizados con vino blanco y coñac. La sopa es probablemente la comida cocinada más antigua del mundo después del asado de carne, los restaurantes, y no digamos los llamados gastronómicos, no suelen hacerle demasiado caso.

Hablamos de cualquier sopa, es decir agua hervida con inquilinos. No hay que referirse inexcusablemente al potage à la reine, al Julienne, a la bisque d’écrevisses, a la bouillabaisse, a la sopa de nidos de golondrina o de tortuga, o al completísimo borsch, uno de los grandes homenajes a la remolacha que existen. Ni siquiera a la densa y vigorosa sopa de cebolla (soupe à l’oignon) que tanto le gustaba a Dumas y que él mismo acabó definiendo como una sopa «muy querida por los cazadores y venerada por los borrachos». La costumbre española durante décadas de acompañar las resacas con unas sopitas de ajo, en Francia corresponde a la cebolla que los noctámbulos pusieron de moda a la hora de despedirse tras una noche agitada en el viejo mercado parisino de Les Halles con un abrasante resopón. La afición a los caldos, por lo general, se va adquiriendo con la edad y cierto refinamiento del paladar. La ciencia de saber brasearlos, hervirlos y desengrasarlos. Y, finalmente, valorarlos como es debido.

En la sopa de cebolla parisina que Dumas describe en su célebre Diccionario de la cocina y atribuye al antiguo rey de Polonia, Stanislas, se retira la corteza superior de un pan que se parte en trozos que se acercan al fuego por ambos lados; cuando estas cortezas están calientes, se frotan con mantequilla fresca y se acercan de nuevo al fuego para tostarlas. Se colocan sobre un plato mientras las cebollas se sofríen también en mantequilla hasta coger un color rubio oscuro. Luego se añade al sofrito agua hirviendo y el condimento necesario, y se deja cocinar a fuego lento, al menos un cuarto de hora antes de servir. Para Ambrose Heath y su clásico Good Soups, la de cebolla es la sopa de las sopas, y recomienda consumirla entre las tres y las cuatro de la madrugada para conseguir con ella optimismo.

Las sopas se asocian rápidamente al frío y, por tanto, a los crudos inviernos, pero hay un repertorio que refleja perfectamente las estaciones. Dentro de él, como en todo, existen categorías y referencias que permiten dar la vuelta al mundo a bordo de una cuchara. En Italia, la minestrone, la acquacotta y la ribollita toscana; en España, la sopa deliciosa de cocido, la porrusalda y el gazpacho; en Francia, la bullabesa, la cotriade, la bourride o la vichyssoise; en Portugal, el caldo verde y la sopa da pedra; en Ucrania y Rusia, el borsch y la solyanka; en Alemania, la sopa de anguilas (aalsuppe, típica de Hamburgo); en Estados Unidos e Inglaterra, el clam chowder (calderada de almejas) el oxtail (rabo de buey) y en India, el mulligatawny. Los hongos, las castañas y la calabaza son productos de primera para hacer riquísimos potajes. En Asturias, la sopa de castañas empezó siendo un plato de subsistencia y ahora hay quien lo ha recuperado como una singularidad de la cocina autóctona. Aunque lo que más se consume es sopa de pescado o la popular crema de nécoras. La zuppa di funghi (hongos) se come en todo el Norte de Italia, y en Estados Unidos es habitual el potaje de calabaza, dulce y cremoso.

Pero de todas las sopas, las más universales son las de ajo y cebolla. La sencillez es el mejor perfume de las primeras con las que se despide o recibe el año, dependiendo de cómo se mire el reloj: para hacerlas, y con ello no descubro la pólvora, se necesitan apenas cinco ingredientes esenciales: agua hervida, pan, aceite, ajo y sal. No voy a abundar en lo ya conocido, indicando cómo se hacen.

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