Pasado de rosca

Legislar la Inteligencia Artificial

Bernar Freiría

Bernar Freiría

Mal que les pese a algunos campanudos predicadores, el advenimiento de la tan cacareada inteligencia artificial (IA) ni representa el apocalipsis ni tampoco es una panacea. Es cierto que las posibilidades de los algoritmos desarrollados por la matemática y utilizados por la programación informática han entrado en un proceso de progresión geométrica que los convierten en una herramienta muy poderosa y, por tanto, tan potencialmente útil como peligrosa bajo ciertas condiciones.

El principal escollo que se alza frente a la comprensión cabal del alcance y potencialidades de la IA es la mentalidad mágica, más presente de lo que sospechamos, y que le atribuye poderes casi sobrenaturales. Y, sin ir tan lejos, rozan esa visión mágica los debates, completamente absurdos, acerca de la posibilidad de que la IA acabe desarrollando autoconciencia. No se puede olvidar que la IA, hoy por hoy, tiene más de artificial que de inteligencia. Estamos muy lejos de saber el funcionamiento de la inteligencia humana y de los mecanismos neuronales que la sustentan como para ser capaces de trasmitir a un producto un modus operandi que ignoramos en qué consiste. Y en cuanto a la conciencia, estamos todavía más lejos de saber qué es y cómo emerge de nuestro funcionamiento cerebral para temer que nuestros engendros cibernéticos puedan desarrollarla de modo autónomo.

Los apocalípticos, casi siempre poseídos por esa mentalidad mágico-mítica, pregonan que debemos protegernos de esos futuros males que puede traer el desarrollo de la IA, y el mayor de ellos sería que se pueda volver en contra de los humanos y, en la visión distópica, que nos esclavice.

Sin duda, la IA puede propiciar el sometimiento, pero no de los humanos por parte de robots, sino de unos humanos a otros. Como toda herramienta poderosa, puede ser utilizada por los poderosos para incrementar su poder sobre amplias masas humanas. Algunos usos perversos de la IA ya se conocen y hay que defenderse de ellos. La IA aplicada al reconocimiento facial permite un control casi total de los movimientos de la población, por ejemplo. Y utilizada con análisis de los estados de ánimo que revelan las caras, por ejemplo, en ambientes laborales o en grandes superficies, puede dar lugar al control de trabajadores y clientes.

Es decir, la IA no es un monstruo agazapado que en unas décadas puede llegar a dominar y someter a los seres humanos. Son más bien unos humanos los que a través de su utilización pueden someter a otros seres humanos. De ahí la importancia de legislar con presteza para anticiparse a ese mal uso al que puede dar lugar, sin necesidad de ponerse apocalíptico. Muchas veces los algoritmos que rigen la IA pueden estar viciados de origen y contener sesgos que favorecen o perjudican a determinados colectivos. Es notorio que se vienen utilizando, por ejemplo, en los procesos de selección de personal para las empresas o para clasificar a los clientes de entidades crediticias y concederles o no créditos, o acceso a determinados servicios bancarios. A día de hoy, el sesgo del algoritmo favorecerá, por ejemplo, a los varones de raza blanca que residen en determinados barrios frente a otros colectivos; porque los sesgos de los algoritmos no nacen de la IA, sino que reproducen los que padecen sus creadores humanos.

Afortunadamente, los sesgos de las IA se pueden detectar mediante auditorías de los algoritmos que las soportan. Y esa auditoría, contra lo que piensan los que creen que la IA es un arcano inaccesible, se puede hacer con o sin la colaboración de los que los han creado. Eso permitiría, en teoría y si así se desea, corregir los sesgos que resulten prejudiciales para algunas personas o colectivos o que atenten contra los derechos humanos. Por ejemplo, el derecho a la intimidad o a la información veraz.

De ahí que la iniciativa pionera de la Unión Europea de regular mediante leyes la IA deba ser saludada con entusiasmo. Ese es sin duda el camino. La IA no es algo misterioso y amenazante. La convierten en misteriosa los que tienen interés en que nadie inspeccione ni desentrañe los reales propósitos que persiguen con su uso.

La IA es una gran herramienta que ha mostrado ya su enorme utilidad en numerosos campos, como en la interpretación de imágenes para hacer diagnósticos médicos y otros muchos. Es necesario acercarse a ella sin el temor reverencial de los que la consideran algo mágico, para fiscalizar eficazmente sus algoritmos y corregir sesgos y regular su uso mediante una legislación que no dé la espalda al uso de tan poderosa tecnología, pero que sí impida su uso perverso. Porque no debe olvidarse que hay grupos, empresas y gobiernos que no quieren ninguna restricción, y así poder utilizarla en su beneficio a toda costa.

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