La mirada del lúculo

Reyes de Valpolicella

El amarone, fuerte y de fruta suntuosa, perfume impetuoso y refinada elegancia, es uno de los grandes vinos tintos singulares que existen

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Perderse en Valpolicella no debe ser un problema. A través de un abanico de valles que se despliegan desde Verona, uno se sumerge en una agradable experiencia por la variedad de paisajes, la belleza de los pueblos y esos panoramas montañosos poblados de viñedos de los que se obtienen magníficas uvas, entre las que crecen olivos con algunas producciones de aceite notables y también cerezos. Hay tres áreas vinícolas principales, cada una con sus peculiaridades: la Clásica, compuesta por cinco localizaciones geográficas específicas: Sant’Ambrogio di Valpolicella, San Pietro in Cariano y los valles de Fumane, Marano y Negrar di Valpolicella. Menos conocida y fuera de lo común, pero de gran encanto, es Valpantena. Por último, la zona DOC con los distritos del municipio de Verona y los valles de Illasi, Tramigna y Mezzane.

Pues bien, Mezzane. Era agosto, el agosto italiano más bochornoso que recuerde, y estaba en amigable compañía intentando bajarle, removiendo en un cubo de agua fría, la temperatura a un amarone denso como una noche impenetrable, que los propietarios de la bodega del resort donde nos encontrábamos habían decidido mantener absurdamente chambreado. No todos los italianos, me pregunto por qué, tienen aprecio por las cavas útiles para calibrar el temple. Pero aquel amarone, igual que cualquier otro tinto, no se podía beber a 24 grados como si fuera una sopa de cebolla. Era el vino de la hacienda Tamasotti, de una última y buena añada, 2017, mezcla de corvina, corvinone, oseleta y rondinella, elaborado por la familia Brusco. Una vez aclimatado a una temperatura accesible, de él fueron saliendo las ciruelas y las cerezas, la pimienta negra, la canela y la vainilla, los recuerdos de chocolate. Intensos y a la vez delicados. No se trataba de uno de esos clásicos majestuosos de Bepi Quintarelli, The King, de perfume impetuoso y refinada elegancia. Pero allí en la botella estaban también, a escala, esas profundas sensaciones que acompañan a los mejores del género. Un género, desde luego, muy peculiar.

El amarone es uno de los vinos tintos más singulares que existen: un passito seco elaborado generalmente con uvas corvina, corvinone y rondinella, que se dejan deshidratar en rejillas. Un secado prolongado en bodegas de fruta, una vinificación que asegura el contacto con los hollejos durante gran parte del proceso de fermentación y un afinamiento en madera durante al menos dos años son características enológicas comunes que dan vida a productos diferentes y extraordinarios. Vino noble y con múltiples personalidades: fuerte, decidido, riguroso como el mundo que le rodea, pero al mismo tiempo dueño de una suavidad intrínseca debida al secado. Su singular fortaleza radica en la concentración y la suntuosidad del fruto, comparable a menudo con la cereza amarga de Marasca, característica típica de las uvas y las tierras de la Valpolicella, sustentado por la opulencia del cuerpo y por elegantes taninos. A ello contribuye la altísima densidad del viñedo de donde proviene, en el que la producción por cepa se sitúa alrededor de los 400 gramos, en un clima continental suavizado por la cercanía del lago de Garda. Tradicionalmente, el amarone se componía de las castas corvina, de gran calidad y mayoritaria, y rondinella, más ligera, a las que hubo un tiempo en que había la obligación de añadir un tanto por ciento de molinara, otra de las uvas locales. Los viticultores veroneses decían de ello que era como echar agua al vino. Finalmente, se han ido incorporando otras, como la corvinone, inicialmente un clon de la corvina, e incluso variedades de fuera, pinot noir o syrah.

El auténtico secreto del amarone es el apasitado, la pasificación de la uva, que se hace en bodegas frescas y no muy húmedas, con temperatura controlada por abanicos que, a su vez, son dirigidos por computadoras o de forma manual como en Tamasotti. Lo normal son entre diez y quince grados, mientras que la humedad debe oscilar entre un 40 y un 45 por ciento. Durante el pasificado el aire se cambia diez veces cada hora. La fermentación se suele hacer en febrero y dura un mes. El líquido permanece después en grandes toneles de roble hasta completar la vinificación. Empieza a circular a los tres años, después de haber permanecido uno de ellos en la botella.

La historia del amarone no se remonta demasiado en el tiempo, pero sí sus orígenes. La primera botella data de 1938, sin embargo, hubo que esperar hasta 1953 para hablar de una verdadera comercialización del producto. La existencia del recioto (de donde proviene el amarone) es bastante más dilatada, alcanza a la antigua Roma. El gaditano Lucius Junius Moderatus Columela, agrónomo, amigo de Séneca y, como él, ilustre hijo de la Bética, escribió en su Liber arboribus (Libro de los árboles) sobre la retica, una variedad de uva que se utilizaba ya en el siglo II para los vinos con cuerpo.

Luego, en Historia Naturalis, llegaría por parte de Cayo Plinio Segundo, apodado Plinio il Vecchio, la primera referencia a un vino llamado ‘Retico’ (nombre de una región montañosa cerca de Verona). Hacia el siglo V después de Cristo, ese nombre mudó a ‘Retico Acinatico’, que pudiera derivarse de una cita de Flavio Casiodoro, consultor de Teodorico el Grande, rey de los ostrogodos. Cómo el acinatico llegó finalmente a ser conocido por recioto es algo que se ignora, al igual que la evolución hasta convertirse en amarone.

Circula, no obstante, la leyenda de que el amarone empezó siendo el producto del accidente de un barril de recioto olvidado cuyo contenido siguió fermentando hasta convertirse en un vino más fuerte y seco. Si esa fue la causa del descubrimiento, no hay duda de que habría que agradecer semejante descuido. Lo digo por muchas razones. Una de ellas por ese perfume balsámico hasta pesado que inunda los sentidos en cada sorbo, el olor inconfundible del regaliz, las moras, el tabaco y la vainilla, y el placer de, al mismo tiempo que se bebe, poder masticar un vino casi siempre redondo.

Suscríbete para seguir leyendo