Tiempo y vida

Abuela, madre, hijo y arte rupestre levantino

Miguel Ángel Mateo Saura

Miguel Ángel Mateo Saura

Estimado lector, ¿qué pensaría si le dijese que sobre la pared rocosa de una pequeña covacha se representó una escena que nos recuerda esa iconografía cristiana que reúne a la Virgen María, a su madre santa Ana y al niño Jesús, y que tan magníficamente representó Leonardo da Vinci? Seguramente, creerá que en nuestro interés por desentrañar el significado del arte prehistórico hemos dado una vuelta de tuerca de más; quizás piense que forzamos interpretaciones con el fin de presentar, con aparente solidez, razonamientos cuanto menos osados; o tal vez considere que, simplemente, nos hemos vuelto un poco locos. Pero cabe la posibilidad también de que siga leyendo este artículo aunque solo sea por curiosidad o por contar con más elementos de juicio a la hora de decidirse por alguna de las anteriores opciones.

Así las cosas, debemos situarnos en el Abrigo del Barranco Segovia, en Letur, descubierto en 1987 por los estudiosos de origen alemán Manfred y Katjia Bader. Se trata de un conjunto de pinturas formado por más de treinta motivos, todos de estilo levantino, entre los que encontramos varios arqueros, alguno de ellos caracterizado como cazador, otros individuos que no muestran una actividad reconocible y unos pocos animales, seguramente cápridos. De entre todos ellos, sobresale en la parte derecha del panel la figura de una mujer, de gran tamaño, ya que llega a los 70 centímetros aún cuando le falta un tercio de las piernas. De su brazo izquierdo cuelga lo que, desde que se descubrieran estas pinturas, se ha venido interpretando como una bolsa, de la que parece salir un pequeño individuo, acaso un niño. Y esta identificación de los diversos elementos que conforman la escena -mujer, bolsa y niño- ha llevado a proponer diversas lecturas, todas ellas cargadas de un pronunciado sentido alegórico. Quien mejor ha estudiado desde el punto de vista antropológico este grupo de pinturas ha sido el doctor Juan Francisco Jordán Montés que, de entre varias posibilidades, plantea que puedan ser la imagen de una hierogamia o matrimonio sagrado, origen mismo de la Humanidad, de una divinidad y de la bolsa de la vida, o tal vez de un ritual de tipo chamánico.

Pero en 2020, con motivo de la revisión que hicimos de estas pinturas durante la preparación de una libro sobre El arte rupestre prehistórico en Letur y Socovos, publicado por el Instituto de Estudios Albacetenses ‘don Juan Manuel’, advertimos algunos detalles en la figura de la supuesta bolsa que cambian por completo esa identidad: no es una bolsa, es una segunda representación de mujer. El elemento definidor más claro son los dos trazos dispuestos en V, uno adelantado, el otro retrasado, que se corresponden inequívocamente con los dos brazos de esta. Además, estos muestran la disposición frecuente en muchas de las representaciones humanas del grupo artístico del Alto Segura, sobre todo las femeninas, que ya hemos conocido en las mujeres de La Risca, y que, sin ir más lejos, también enseñan la mujer de gran tamaño y la otra representación más pequeña que la flanquean por ambos lados. Su cuerpo es voluminoso y va cubierto con una prenda que llega hasta los pies, que no se ven. La cabeza se ha perdido por un desconchado de la pared, pero sí se conserva un trazo recto que la une, física y simbólicamente, al brazo de la mujer más grande. E importantes se nos antojan también las seis líneas verticales que cuelgan de su brazo izquierdo, en el espacio que hay entre ella y el personaje de menor tamaño. Reinterpretados, pues, algunos elementos de la escena, ¿qué lectura hacemos de esta? Sin menoscabar la que en su día hiciera Jordán Montés como reflejo de una hierogamia, creemos estar ante un parto sagrado, en el que los trazos verticales que penden del brazo de la dama más pequeña, lejos de ser elementos de adorno como se podría proponer, emulan las aguas mismas de ese parto, que preceden al nacimiento, a la nueva vida encarnada por el individuo que la acompaña. Esto explicaría a la vez el aspecto voluminoso de la mujer.

Valorada la escena, pues, como el reflejo de un mito de origen, vinculamos ambas figuras de mujer, cuya íntima relación es innegable, con la ancestral imagen de la Diosa, que hunde sus raíces en el Paleolítico, en cuya representación no es extraño verla expresada de manera dual, como tal diosa y como diosa joven, la conocida como ‘hija de la diosa’, que emerge de la tierra como la nueva vida. Y si consideramos en conjunto esta composición, la presencia en ella de las dos féminas y del niño, que nace de una de estas, es tentador pensar que pudiéramos estar ante un precedente de la iconografía que veremos extendida tiempo después en contextos muy variados, por ejemplo, los neolíticos de Çatal-Hüyük, los micénicos y, también, en la triada sumeria de Innana, Ereshkigal y Dumuzi. Y quien sabe si, sobreviviendo al paso del tiempo, ese viejo mito de origen, seguramente transformado en su contenido, sobrevivió y arraigó, como sugeríamos al inicio de este texto, en la iconografía cristiana, en las figuras de santa Ana (abuela), de la Virgen (madre) y del niño Jesús (hijo). Indemostrable, sí, pero ¿imposible?

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