El que avisa no es traidor

Miedo a morir

José Luis Vidal Coy

En la Europa rodeada de patrulleras, alambres de espino, altas vallas y concertinas, el miedo a morir entra en el cuerpo de cada uno según va cumpliendo años. Lo normal, salvo que se presente una enfermedad malhadada de repente. Instalados en la vorágine del bienestar (decreciente, gracias a los privatizadores, pero bienestar al fin y al cabo), se piensa en el final de la vida cuando se acerca mucho, pues ya se acumulan unas cuantas décadas en plena edad provecta.

Mientras se disfruta con la fruta –unos más y otros menos, según–, lo último en que se piensa, hasta que está muy cercano, es en pasar a mejor vida. Eso forma parte de un futuro que vendrá cuando toque. Hasta que no llegue, se trata de pasarla lo mejor posible gracias al privilegio que otorga haber nacido donde se ha nacido sin haber hecho nada para merecerlo ni para escogerlo.

No se cae en la cuenta, nunca, de que en la mayor parte del mundo exterior a ese paraíso desarrollado del que se goza, se vive con miedo a morir. No de vez en cuando, sino todos los días; a cada instante casi, dependiendo de las circunstancias del momento.

Muchos dominan ese miedo subiéndose a embarcaciones de fortuna y optando involuntariamente por morir perdidos en el mar. Otros muchos miles desde 1948 y más desde el fatídico siete de octubre en Gaza y Cisjordania no pueden elegir. Adquieren sin querer el miedo a morir bien antes de alcanzar el uso de razón. Saben, desde que recuerdan algo, que su vida depende de que la próxima explosión les pille un poco más lejos o un poco más cerca. Es casi lo primero que aprenden y sufren en su vida.

Contemplan desde que nacen que, en esa ruleta mortífera, sus seis millones de compatriotas sin Estado tienen casi todos los números para ser dolorosamente premiados en primera persona. En segunda o tercera lo son todos los días. El miedo a morir es su acompañante y su futuro. Desde y para toda la vida. Comparen.

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