La vida secreta de los objetos

De alguna manera, amo los objetos porque ellos cuentan su verdad, su historia silenciosa y que, en la mayoría de ocasiones, pasa inadvertida

Fotografía de Hjalte Gregersen / Unsplash

Fotografía de Hjalte Gregersen / Unsplash

Mónica López Abellán

Mónica López Abellán

Los que me leen de forma más o menos habitual conocen mi amor por los objetos. No solo por ropa, zapatos y complementos, sino también por determinadas piezas -diversas en procedencias y estilos- que me gusta tener en casa y valorar. Este ‘amor de coleccionista’ es algo que comparto con el Hombre del Renacimiento y que él, además, ha incrementado. Nuestra casa adquiere por momentos tintes de museo o, quizás, mejor dicho, se acerca a esos gabinetes de curiosidades que ya he mencionado en algún que otro artículo.

Nos gusta rodearnos de piezas singulares, con valor o sin valor artístico, y que, en ocasiones, encierran historias que podrían dar para cuentos o novelas. No se trata de algo buscado o forzado y, sin embargo, es como si al ir amueblando la peculiar casa que habitamos estos objetos hubieran estado pensados para estar ahí desde siempre, ocupando su lugar desde la tribuna del tiempo.

Todo esto viene al hilo de una lámpara que hace unos meses colocamos en la escalera de casa. Hemos tenido durante varios años una triste bombilla colgada en su lugar, no acertábamos a saber qué tipo de lámpara queríamos colocar, y, como muchas veces ocurre en la vida, esta salió a nuestro paso: rota, incompleta y negra, pero ahí estaba. Se trata de una pieza especial, creada en los albores del siglo XX en la trepidante Barcelona modernista. Un testigo mudo de la fascinante y burguesa ‘belle époque’. Las lámparas fueron especialmente sensibles a los diseños del modernismo y, simbólicamente, aportaban con su luz un nuevo gusto al vivir. La pieza, realizada en latón dorado, mezcla como principales motivos las rosas y los dragones, colgando del canasto setenta gotas de vidrio de Murano que cierran la composición. Su restauración ocupó buena parte de las noches de verano del Hombre del Renacimiento y su colocación supuso un momento feliz, cómplice. De su historia anterior poco conocemos. Pero, sin lugar a dudas, también debió alumbrar el juego de niños que, como ahora los míos, crearon mundos propios bajo su luz. Bajo su bóveda tuvo que presenciar dichas y tristezas, ausencias y encuentros.

De alguna manera, amo los objetos porque ellos cuentan su verdad, su historia silenciosa y que, en la mayoría de ocasiones, pasa inadvertida. Sobreviven en el tiempo a nuestra propia existencia y enlazan con un futuro que desconocemos. Una lámpara de rosas y dragones en esta ocasión para presidir, al fin, nuestra escalera y celebrar así, cada día, la belleza y el milagro de la vida.

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