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Rouco Varela: La amnistía también es pecado

Para el cardenal, la política siempre estuvo por encima de la fe, por eso le encanta recordar que los gobernantes «tienen que salvar su alma también».

El cardenal Antonio María Rouco Varela, durante su mandado como presidente del episcopado.

El cardenal Antonio María Rouco Varela, durante su mandado como presidente del episcopado. / Archivo.

Matías Vallés

Matías Vallés

Cuando te mira Antonio María Rouco Varela, incluso desde una fotografía del cardenal, sabes que estás afrentando a la divinidad aunque solo comas una bolsa de pipas. El prelado tiene la virtud de transformar en pecado todo lo que toca. El eclipse jubilar del exarzobispo de Madrid debía conducir por fuerza a un debilitamiento de la fibra moral del país entero. De ahí a conceder una amnistía solo mediaba una frágil frontera, que se ha traspasado porque el diablo no descansa.

Tarancón rimaba con Transición y Rouco rima con Bronco, Ronco, y Rocky Varela a la hora de quitarse los guantes. En la encrucijada más dolorosa de la nación, el cardenal ha vuelto para recordar que la amnistía también es pecado. La ha equiparado a una «secesión unilateral», olvidando que si fuera bilateral no sería sediciosa y que ha sido expurgada del Código Penal. No importa, puede dejar de ser un crimen laico pero nunca abandonará su condición de sagrada afrenta.

(En un breve paréntesis, este texto no pretende amnistiar a Rouco del mandato avinagrado y cítrico de la sección, pero también cabe reconocer que los manifiestos cardenalicios quedan hoy por debajo de la furia esplendorosa de jueces, fiscales y demás abofeteadores de Sánchez).

El semblante implacable de Rouco documenta una trayectoria sin desviaciones pecaminosas. Excepto, claro, en la boda del Rey con una divorciada. Cuando el purpurado cruzó sus ojos con la plebeya agnóstica Letizia Ortiz en la catedral de la Almudena, el rayo resultante despidió la energía suficiente para conseguir la fusión nuclear. Tampoco en esa ocasión administraba un sacramento, lo imponía.

La realidad nunca defrauda a los cazadores de herejías iracundos como Rouco. La denuncia medular es inseparable de un clérigo reacio a incurrir en las confusiones paganas. Excepto, claro, cuando disponía de un chófer particular y no había forma de separar al Papa de Madrid de su arzobispado. Aspiraba a mantener su residencia palaciega una planta por encima de su sucesor, es discutible que el paraíso eterno que tiene garantizado pueda ofrecerle una vivienda de rango semejante.

Rouco sería el candidato más adecuado para postularse a presentar una moción de censura como sucesor de Ramón Tamames. El aborto revestiría mayor gravedad que la amnistía en cualquier clasificación de abominaciones, pero también la Iglesia ha sucumbido a los pecados de moda. Para el cardenal, la política siempre estuvo por encima de la fe, por eso le encanta recordar que los gobernantes «tienen que salvar su alma también».

El rostro de Rouco es el reloj de la eternidad, que amenaza con su infinitud a quienes se han descuidado en esta morada terrenal. El mismo día en que condenó a la amnistía al infierno, a punto estuvo de lanzar el país entero al caldero, para contenerse en «esperemos que España no desaparezca». Sobre todo, porque aporta el único clima capaz de crear y criar ejemplares como este cardenal a quien siempre se le debe algo.

Monsignore, que suena más sospechoso, habla tan rápido que posee el récord de condenaciones por minuto. No ha acabado de repudiar la «secesión unilateral» y ya se detiene ante la única realidad inmortal. Rouco sostiene que la Iglesia sobrevivirá «por siempre». Un ingenuo advertirá aquí un rasgo de empatía, cuando Su Eminencia Reverendísima lanza en realidad un dardo acerado a Francisco. El Papa, el militar era otra cosa.

El miedo logra conquistar fortalezas a cuyas puertas se rinde siempre la alegría. Rouco puede exonerar a una futura Reina por la misma razón de Estado que no concede a la amnistía, pues también la doctrina del perdón cursa con excepciones. Además, la boda se celebraba entre los sexos adecuados. Si el cardenal contempla las secesiones con un aire sombrío, el semblante se le ilumina al aporrear la posibilidad de un enlace entre homosexuales. La obsesión por delimitar el matrimonio después de haberse librado de su yugo.

Las masas embravecidas que le pasan factura al PSOE se sentirían mejor guiadas por Rouco que por Feijóo, un alma vacilante que siempre transmite la sensación del desviacionista a punto de emprender una negociación con Junts. Los dos políticos son gallegos, pero solo uno de ellos ha pronunciado la frase «una boda es un coñazo», aunque ambos prediquen con el ejemplo. A sus 87 años, la penúltima salida del prelado es una reivindicación de paternidad. Cada día ve en la calle a su España que no acababa de germinar. Es padre, patrón y padrino del movimiento. 

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