La mirada del lúculo

Érase una vez la comida callejera...

Londres fue durante siglos el principal foco europeo de la venta ambulante y las cocinas itinerantes, que desde hace un tiempo parecen encontrarse de vuelta

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Europa fue un día, hace ya tiempo, el Sudeste asiático, África o Mesoamérica, cuando sus primeros mercados eran exclusivamente callejeros. Cuesta interpretar ese pasado en cualquiera de las grandes superficies actuales, pero no así en las antiguas plazas de abastos, sin necesidad de remontarnos a las colosales estructuras como el parisino Les Halles o el viejo Covent Garden londinense.

Si en Dublín uno sale por la puerta principal del Trinity College, atraviesa College Green y gira a la izquierda hasta Church Lane, llegará hasta la estatua de una mujer empujando un carrito lleno de cestas. Es Molly Malone, que vendía berberechos y mejillones vivos hasta que una enfermedad acabó con ella. La popular canción que lleva su nombre está íntimamente asociada a la capital irlandesa. Cuenta que, mientras hacía girar su carretilla por las callejuelas, anunciaba los productos de manera distintiva, como las sardineras de nuestro Cantábrico o las varinas en Lisboa. Con el transcurrir de los años, esas voces del pentagrama ambulante acabaron convirtiéndose en un pasatiempo común: el grito melancólico del lechero o del mielero. Al reclamo de Molly Malone llegaban los dublineses ávidos de mariscos frescos. Era una vendedora ambulante arquetípica en un momento en que ese tipo de venta formaba parte esencial de las economías urbanas europeas. Los mercados callejeros han quedado relegados a un día específico de la semana, cuando despliegan su actividad, en los antiguos burgos del continente.

Entonces, habitualmente a diario, los londinenses del siglo XII recorrían West Cheap, ahora Cheapside, entre el hedor del matadero y los puestos de pescado y cruzaban filas de tenderetes que exhibían sus mercancías. Cerca de allí se hallaba Poultry Street, la calle de las pollerías, y más adelante Coneyhope Lane, el callejón donde se vendían conejos. Peter Ackroyd, en su biografía de Londres, la mejor que conozco, cuenta cómo Gracechurch Street se llamó inicialmente Grass Church Street, debido a las hierbas que se vendían en la calzada. Pie Corner fue famosa por sus tiendas gastronómicas. La carne de cerdo aliñada y cocida era de consumo general. Parece ser que abundaban los cocineros de calle grasientos, del mismo modo que es habitual encontrarlos hoy en día en los puestos de comida de Hong Kong, Bangkok o Singapur. Johnson describe a hombres hambrientos que se alimentan oliendo el vapor que emanaba de los tenderetes. Ese vapor de la carne hervida traspasaba los límites de Smithfield, donde coincidiendo con la última década del siglo pasado Fergus Henderson abrió el restaurante St. John, que incluía en su carta diversos platos de casquería, cabezas de cerdo y de ternera. Hasta hoy. Gambas; todavía recuerdo las que compraba por cucuruchos en un pequeño puesto según salía de la estación Victoria en medio del tráfago. Y ostras, siempre ostras. Las de Colchester atrajeron a los europeos continentales desde la época de los antiguos romanos. Plinio el Viejo, agudo observador y hombre de mundo, solía decir que era lo único bueno que producía Gran Bretaña. Además, no había con ellas problema de abastecimiento. En tiempos de Dickens solían abundar tanto que Sam Weller, uno de sus personajes, decía aquello de que «la pobreza y las ostras parecen ir de la mano». Hasta que la frágil y delicada población ostrícola empezó a decrecer.

Londres no dejó de ser nunca una ciudad modernizada construida sobre cimientos medievales. Puede que por ello la venta ambulante de comida haya tenido allí su mayor foco de esplendor. Los principales mercados se especializaban en determinados tipos de productos. Smithfield dejaría de ser el gran punto de venta localizado de carne después de más de ocho siglos de actividad. En una ciudad en rápido crecimiento, no todos podían llegar a tiempo a la compra, y había que encontrar formas de trasladar los productos desde los puestos hasta los estómagos de los londinenses. Charlie Taverner cuenta en Street Food: Hawkers and the History of London (OUP Oxford), un interesante libro de reciente publicación, la historia amena y bien documentada de la venta ambulante desde finales del siglo XVI hasta principios del siglo XX. 

Los vendedores luchaban incansablemente a brazo partido en las calles. Las reglas sobre el comercio debían ser claras: se compraban alimentos para revender, una práctica conocida como ‘regrating’, supuestamente ilegal, pero que las autoridades jamás persiguieron con demasiado vigor. En Billingsgate, tal vez el mercado más antiguo de Londres, como recuerda Ackroyd, el pescado llegaba fresco de la costa, los vendedores ambulantes acudían a los puestos para comprar los productos que transportarían por las calles y hasta los barrios periféricos. A mediados del siglo XIX se estima que cinco mil vendedores ambulantes llegaban a Covent Garden cualquier sábado ajetreado, listos para llevarse frutas y hortalizas en carretillas y cestas, y distribuirlas por la ciudad. El viejo mercado del West End fue en su día un jardín repleto de hierbas y plantas frutales, algo que anticipaba su apogeo posterior en cuanto a productos. Antes ya existía Borough, en Southwark, también especializado en verduras, y desde hace ya tiempo un espacio que combina los víveres con el ocio de los restaurantes. Volviendo a los vendedores ambulantes, compraban barato y algunos esperaban hasta la hora del cierre del comercio establecido para pillar los restos a precio de ganga. En una ciudad populosa y extensa que siempre tenía hambre, la necesidad de esta clase de servicio era mayor que las quejas de los que se oponían a él.

Tras la crisis financiera de 2008, la comida callejera ha vuelto a convertirse en un negocio muchas veces próspero. Las gastronetas, los mercados gastronómicos, incluso el auge del famoso ‘delivery food’, aportan una nueva sensación culinaria aparentemente improvisada e itinerante. En Londres o en cualquier otra capital o ciudad del continente.

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