Verderías

Las tres, que son las dos

A mí nadie me quita la idea de que este ir y venir de manecillas del reloj, de verano a otoño y de invierno a primavera, no debe ser bueno para la salud

Fotografía de Jon Tyson.

Fotografía de Jon Tyson. / Recurso gráfico: Unsplash.

Herminio Picazo

Herminio Picazo

Recuerdo lejanamente que de niño nuestras familias se liaban muchísimo tras cada último sábado de octubre en que se producía el cambio horario de otoño. Durante unos días, yo escuchaba a los mayores al consultarse las horas decir aquello que tan grabado se me quedó en la cabeza de «son las tres, que son las dos».

Y este año, mañana, volverá a ocurrir. Las tres serán las dos y ahora soy yo el que se lía completamente. Me cuesta calcular si eso significa que dormimos una hora más, o una hora menos. Tampoco sé si atardecerá o amanecerá más temprano o más tarde, y, desde luego, no sabré si hay más o menos horas de luz, aunque imagino que por haber deberá de haber las mismas, aunque a nosotros nos pille en la cama, o despiertos, que vaya usted a saber. Seguro que comparo esta especie de dislexia con algunos de mis lectores. Como usted, sí, como usted, no disimule.

Casi estamos acostumbrados, ocurre todos los años y lo aceptamos como algo que parece no tener ya remedio. Y encima dos veces, porque en marzo (¿era en marzo?) vuelta a cambiar el reloj para que las dos sean las tres, o las tres sean las dos, que no sé muy bien cómo es esto, etcétera.

El caso es que a mí nadie me quita la idea de que este ir y venir de manecillas del reloj, de verano a otoño y de invierno a primavera, no debe ser bueno para la salud. Ni para el bienestar psíquico, en lo que parece haber general acuerdo, ni incluso para la salud física, porque biólogos y médicos nos enseñan que los animales, entre los que indudablemente nos contamos, funcionamos con biorritmos que dependen de los ciclos de horas de luz. Como bichos que somos, nuestro cuerpo no puede ser ajeno a los cambios en el entorno, y mucho menos a los más drásticos y antinaturales, los que tienen que ver con el propio ritmo diario de los estímulos.

Argumentan, al parecer, que los cambios horarios se justifican por el ahorro de no sé cuántos millones de euros, pero estoy convencido de que en estas cuentas no estarán incluidos los costes laborales de la depresión, ni las facturas de los psiquiatras, ni mucho menos el valor en euros -infinito e intangible- de unos cuantos días más de espejismo veraniego, en octubre, o de disfrute, en marzo, del dulce invierno con su olor a castañas.

En fin, qué se le va a hacer. Supongo que alguna vez se restablecerá la cordura y dejarán que el reloj vaya quietecito a su ritmo. Mientras tanto, a las tres que son las dos de mañana sábado, yo tengo previsto que me pille en la cama durmiendo. Y salga el sol por donde quiera, que me imagino que ese día también lo hará por el este, aunque igual ya ni de esto podemos estar seguros.

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